viernes, 11 de septiembre de 2009

LA REALIDAD NACIONAL - EL PROBLEMA DEL INDIO

CAPÍTULO II
EL PROBLEMA DEL INDIO

EL MÉRITO PRINCIPAL DE LOS Ensayos de Interpretación de la Realidad Peruana es haber dado el primer lugar en la sociolo­gía nacional, al problema del indio, y el haber afirmado que su nuevo planteamiento supone el problema de la tierra. Sorprenderá seguramente mi aserto a los que, ignorando mis opiniones, vertidas desde hace veinte años en artículos, discur­sos y conferencias, tomen a lo serio la gratuita afirmación de Mariátegui, de estar yo vinculado por educación y temperamento a la casta feudal del Perú.

Permita el lector esta disgresión de orden personal, en gra­cia al derecho de legítima defensa. El autor, que ignora el me­dio y centros de mi primera formación y que no me ha tratado íntimamente, no tenía derecho a dogmatizar sobre mi educación y temperamento. Tenía, sí, para conocer mis tendencias, el do­cumento vivo de mis declaraciones. Voy a referirme a ellas rá­pidamente.
Cuando el Centro Universitario inició la discusión, en 1908, del problema indígena, frente al criterio biologista y anti-indi­genista, sostuve con todo calor la siguiente tesis: “La cuestión social del Perú es la cuestión indígena; ningún pueblo puede re­nunciar a su destino y el del Perú es resolverla, cualesquiera que sean los obstáculos y los sacrificios que haya que hacer para vencerlos”.

Mi discurso en la apertura universitaria del año 14 fue un ­ataque a fondo a las posiciones del feudalismo y del gamonalis­mo en el Perú, al proponer la supresión de la base provincial del sufragio, que nos había dado feudos electorales como los bur­gos de bolsillo de la Inglaterra anterior a 1832. La idea cen­tral de ese discurso era sustituir, mediante la implantación del escrutinio departamental, la influencia de los gamonales, por la democracia de la burguesía y de los obreros de los centros poblados.

En 1915, en mi conferencia dada en el teatro Municipal de Arequipa, reiteré la idea de que el aspecto típico del problema social del Perú es el indígena, “que entrañaba la existencia mis­ma de la nacionalidad”. Probé, en forma parecida a la que ha empleado Mariátegui, que la república había agravado el pro­blema por la absorción de las comunidades y el mantenimiento del enganche, agregando un aspecto que él apenas ha tratado en una nota: el del impuesto del alcohol que yo llamé desde entonces el sustitutivo del tributo. “Vive entre nosotros - dije en esa época - el régimen feudal; un feudalismo sin religión, sin poesía y sin gloria”. Proponía la medida inmediata de la li­mitación de la producción del alcohol y la creación de una le­gislación tutelar.

Mis ensayos sobre “La realidad nacional”, publicados en el diario El Perú, en 1917, respiran una honda preocupación indigenista. Entresaquemos algunas citas: “Es inaceptable y simplista la conclusión de los etnólogos que han dogmatizado tanto so­bre inferioridad racial de la raza aborigen... El criterio para apreciar el valor de una raza es el de su aptitud para dominar su medio. No puede imaginarse una raza más adecuada a las ba­ses económicas del ambiente en que vive... Su psicología, tan refractaria al régimen individual y tan propicia y fecunda en los trabajos colectivos... La república, viviendo a espaldas de la población indígena, la ha convertido en fauna humana”.

Para juzgar nuestra ideología política tenía una piedra de to­que: la cuestión indígena. Así critiqué la obra civilista del 86 por la constitución “de los congresos con los elementos extraídos del caciquismo o feudalismo provincialista; por la contribu­ción personal que no era sino la degradante resurrección del tri­buto y por el impuesto al alcohol en lugar del monopolio que limitara su consumo”. Al analizar el ideario del radicalismo, la­menté que se limitara a la recuperación de los terrenos de las comunidades sin exigir además su reforma y una legislación es­pecial. Idéntica crítica hice de la declaración del partido demó­crata, a pesar de mi simpatía por ella.

En época en que la plutocracia costeña, productora del al­cohol, era omnipotente en el Perú y no se la podía atacar impu­nemente como hoy, no vacilé, en ensayo especial publicado en El Comercio, en 1917, en probar con acopio de datos estadísti­cos, mi tesis del año 15 sobre que el impuesto al alcohol era el sucedáneo del tributo, proponiendo la prohibición de la interna­ción del alcohol en la sierra y su industrialización, en unos ca­sos, o el cambio de cultivo en otros. Por último, en el trabajo a que se refiere Mariátegui, el cargo más grave que hice a la Universidad fue el de no haber estudiado la comunidad, cuestión central en el problema indígena, que “simbolizaba la personalidad histórica y la personalidad ética del Perú”.

Como ve el lector, mi posición ideológica ha sido perfecta­mente definida. Sin llegar al planteamiento radical e integral de la cuestión agraria, para la cual nos faltaban entonces y aún nos faltan hoy serias investigaciones, ocupé dentro de la ideo­logía demolibera1, común en esa época, un puesto de avanzado reformismo o intervencionismo, es decir, lo contrario a toda oli­garquía y feudalismo.

En la formación y expresión de mi pensamiento no puedo atribuirme el mérito de haber tenido que contrarrestar mi me­dio hereditario, mi educación u otras influencias posteriores. Al contrario, todos estos factores contribuyeron a él. Arequipa, ciu­dad en que nací y recibí mi primera educación, no es, como Tru­jillo o Lima, una ciudad señorial, sino tierra de medianos hidal­gos, cristianos viejos de exiguo solar y escasa hacienda, peque­ños propietarios en la campiña o en los valles, obligados a tra­bajar sus propios fundos o dedicados al comercio o al transporte: industrias de clase media. Hice mi instrucción primaria y media en el Seminario que fundó el celo apostólico del padre Duhamel. En sus clases reinaba un ambiente de cristiana democra­cia. En los claustros universitarios los maestros que más influ­yeron en mí fueron: Villarán, un realista, y Maúrtua, ade­más mi jefe en las cuestiones de límites, a quien Mariátegui con justicia reconoce un criterio reformista. Me liberté bien pronto del positivismo y del biologismo imperantes. Mi profunda heren­cia cristiana me hizo ver en Nietzsche el teórico del aristocratis­mo vital, tan leído en ese tiempo, un formidable poeta y un creador de paradojas, pero no un director espiritual. La reac­ción idealista de Boutroux y de Bergson, por mi encuentro con PascaL, me orientó hacia el espiritualismo ético y no al vitalismo estético, en el que se quedaron otros. En mi cátedra de filoso­fía expliqué, sobre los textos, a Pasca1, Spinoza y a Kant, tratan­do de conciliar el primero y el último en un cristianismo inde­pendiente, que es la base metafísica del reformismo liberal. Pa­ra los problemas nacionales, ansioso de un criterio realista y no encontrándolo en el radicalismo retórico y jacobino, ni en el po­sitivismo universitario, cientificista y libresco, busqué la inspira­ción de los grandes maestros: Bolívar, Sarmiento, ALberdi. Los Dis­cursos y las Cartas, el Facundo y Las Bases fueron mis libros preferidos. Convencido de que los pueblos europeos de com­plicada estructura capitalista e industrial no guardaban analogía con el nuestro, y que sí la tenía España, me sustenté largamente con el olvidado Macías Picavea y el formidable Costa. El problema nacional, Oligarquía y caciquismo, Política hidráulica, Europeización de España fueron leídos ávidamente por mí. Respecto de política europea, me seducía el audaz reformismo de Lloyd George. ¡Buenos maestros de feudalismo Costa y Lloyd Geor­ge! Me separaron siempre del socialismo ortodoxo, no obstante el bello ideal de la supresión del salariado, su metafísica ma­terialista y anticristiana, su sociología antirrealista, fundada en el milagro de las transformaciones súbitas, y su psicología he­cha de complejos de envidia y de odio, forjadora de rebeldes candidatos a dominadores.

Todos hemos evolucionado en la época presente, decisiva y dramática. Los jacobinos, por lógica en la utopía, se han hecho socialistas. Larga residencia en países protestantes me llevó del cristianismo independiente al catolicismo y, de un modo parale­lo y lógico, de la democracia liberal a la democracia gremial, funcional o corporativa. Creo tener hoy una visión más humana y más simpática del problema social que la de mi antiguo re­formismo. Se dirá que esto es medioevalismo y colonialismo. Es fácil jugar con los vocablos; pero hacerlo sería faltar a todo principio de honradez mental. El medioevo es el feudo; pero lo son también la corporación y el gremio; la colonia es el enco­mendero; pero es también la obra misionaria. La corporación, la unión de los hombres de una misma actividad económica es, después de la familia, la más natural de las asociaciones huma­nas; indestructible como ella. No hay que basar la sociedad política ni en el individuo ni en la masa, extremos que se tocan (Rousseau y Marx se entienden), sino en la familia, en el gre­mio. Sin los gremios no habría habido control para el feudalis­mo. La utopía de Rousseau nos dio, bajo el estado liberal, el dominio de una casta industrial. Las corporaciones reviven en las trade-unions y en muchos sindicatos del siglo XIX que han sido la gran fuerza controladora. La ilusión de Marx nos dará, en rea­lidad, el dominio de una casta de demagogos. Para prevenirla o para libertarse de esta dominación no hay otro remedio que el corporatismo. Lo que quedará de la revolución rusa no será la dictadura del proletariado con su fachada de soviets, co­mo la plutocracia tuvo la fachada del parlamentarismo, sino la pequeña propiedad y las cooperativas que nunca estuvieron en el programa del marxismo ortodoxo, así como lo que quedará del fascismo no será el ideal nacionalista y la estatolatría, sino la organización sindical que se hará más flexible y más libre.

Necesaria era esta apología que ha resultado también una confessio fidei. Es tiempo de cerrarla y de volver con sereni­dad filosófica a la Interpretación de la realidad peruana.

El capítulo sobre el “Nuevo planteamiento del problema del indio” contiene una sustanciosa revista de los distintos­ criterios anteriores al económico respecto del problema indíge­na. Son fundadas sus conclusiones sobre la ineficacia de una política simplemente gubernativa, la inferioridad de la repúbli­ca respecto de la colonia en este punto, lo arbitrario de los car­gos de los biólogos y lo ingenuo de las esperanzas de un cruce migratorio. No da valor a la prédica humanitaria y se lo niega, absolutamente, en el momento actual, al criterio religioso re­conociendo que él se situó hace siglos, con mayor energía, o por lo menos con mayor autoridad. Es evidente que el huma­nitarismo sin una base religiosa crea una ética sentimentalista y verbalista; generosa pero deficiente. Por desgracia la ética mo­derna, fuera del catolicismo, es sólo eso. No comprendemos có­mo el autor, reconociendo más posibilidades de éxito en la pré­dica religiosa, descarta dogmáticamente su actualidad conside­rando la “solución eclesiástica como la más rezagada y antihis­tórica de todas”. Sus dos argumentos: la menor capacidad espi­ritual e intelectual de la Iglesia hoy, y el papel atribuido a los misioneros por un distinguido escritor católico de mediadores entre el indio y el gamonal, no son convincentes. El primero está desmentido por el vigor del renacimiento católico moderno, institucional e intelectual, y por la política nacionalista respecto de las razas inferiores que sigue, hoy más que nunca, la Iglesia romana. El segundo no es tampoco pertinente. En el momento actual de incoherencia y de falta de una legislación indígena, tal vez los misioneros no podrán hacer otro papel que el de me­diadores; pero la verdadera solución religiosa supondría una le­gislación inspirada en ella, nuevas estructuras eclesiásticas, reemplazo de los curatos por los conventos, convertidos en parroquias y escuelas misionarias; en síntesis, la constitución de una auto­ridad en las misiones, no de simple mediación, sino de franca defensa y protección de los intereses indígenas.

Exagera su desdén el autor por la solución pedagógica del problema. En la pedagogía hay incuestionablemente una cues­tión de ambiente, pero hay también una cuestión técnica. Ambas van indisolublemente unidas. El error de los pedagogistas han sido confiar en la técnica sin crear un ambiente de justicia social para el indio. Sin desconocer en el problema indígena el aspecto técnico o pedagógico creo que las fases principales de él son la religiosa y la económica. Ambas eran contempladas en el programa de una legislación tutelar indígena que pedía yo en 1915. Había que adaptar a las necesidades y técnica moder­na lo que había de mejor en la legislación española “que con­templó con mayor realismo la situación indígena”.

Mariátegui está en lo cierto al afirmar que el fraccionamien­to de los latifundios para crear la pequeña propiedad no es una solución bolchevique o revolucionaria. La solución de la pequeña propiedad no puede aplicarse exclusivamente. En esto el realismo es esencialmente relativista. Para el mestizo o el indio transformado en el ambiente de los grandes centros mineros o agrí­colas y que ha adquirido así la psicología individualista, la solución será la pequeña propiedad; para la masa indígena adherida a las comunidades, la solución será la defensa, vitalización y modernización de éstas. No creo en una solución única reformista como existe una solución única socialista: la nacionalización total de la tierra.





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