LA REALIDAD NACIONAL - EL PROBLEMA DEL INDIO
CAPÍTULO II
EL PROBLEMA DEL INDIO
EL PROBLEMA DEL INDIO
EL MÉRITO PRINCIPAL DE LOS Ensayos de Interpretación de la Realidad Peruana es haber dado el primer lugar en la sociología nacional, al problema del indio, y el haber afirmado que su nuevo planteamiento supone el problema de la tierra. Sorprenderá seguramente mi aserto a los que, ignorando mis opiniones, vertidas desde hace veinte años en artículos, discursos y conferencias, tomen a lo serio la gratuita afirmación de Mariátegui, de estar yo vinculado por educación y temperamento a la casta feudal del Perú.
Permita el lector esta disgresión de orden personal, en gracia al derecho de legítima defensa. El autor, que ignora el medio y centros de mi primera formación y que no me ha tratado íntimamente, no tenía derecho a dogmatizar sobre mi educación y temperamento. Tenía, sí, para conocer mis tendencias, el documento vivo de mis declaraciones. Voy a referirme a ellas rápidamente.
Cuando el Centro Universitario inició la discusión, en 1908, del problema indígena, frente al criterio biologista y anti-indigenista, sostuve con todo calor la siguiente tesis: “La cuestión social del Perú es la cuestión indígena; ningún pueblo puede renunciar a su destino y el del Perú es resolverla, cualesquiera que sean los obstáculos y los sacrificios que haya que hacer para vencerlos”.
Mi discurso en la apertura universitaria del año 14 fue un ataque a fondo a las posiciones del feudalismo y del gamonalismo en el Perú, al proponer la supresión de la base provincial del sufragio, que nos había dado feudos electorales como los burgos de bolsillo de la Inglaterra anterior a 1832. La idea central de ese discurso era sustituir, mediante la implantación del escrutinio departamental, la influencia de los gamonales, por la democracia de la burguesía y de los obreros de los centros poblados.
Mi discurso en la apertura universitaria del año 14 fue un ataque a fondo a las posiciones del feudalismo y del gamonalismo en el Perú, al proponer la supresión de la base provincial del sufragio, que nos había dado feudos electorales como los burgos de bolsillo de la Inglaterra anterior a 1832. La idea central de ese discurso era sustituir, mediante la implantación del escrutinio departamental, la influencia de los gamonales, por la democracia de la burguesía y de los obreros de los centros poblados.
En 1915, en mi conferencia dada en el teatro Municipal de Arequipa, reiteré la idea de que el aspecto típico del problema social del Perú es el indígena, “que entrañaba la existencia misma de la nacionalidad”. Probé, en forma parecida a la que ha empleado Mariátegui, que la república había agravado el problema por la absorción de las comunidades y el mantenimiento del enganche, agregando un aspecto que él apenas ha tratado en una nota: el del impuesto del alcohol que yo llamé desde entonces el sustitutivo del tributo. “Vive entre nosotros - dije en esa época - el régimen feudal; un feudalismo sin religión, sin poesía y sin gloria”. Proponía la medida inmediata de la limitación de la producción del alcohol y la creación de una legislación tutelar.
Mis ensayos sobre “La realidad nacional”, publicados en el diario El Perú, en 1917, respiran una honda preocupación indigenista. Entresaquemos algunas citas: “Es inaceptable y simplista la conclusión de los etnólogos que han dogmatizado tanto sobre inferioridad racial de la raza aborigen... El criterio para apreciar el valor de una raza es el de su aptitud para dominar su medio. No puede imaginarse una raza más adecuada a las bases económicas del ambiente en que vive... Su psicología, tan refractaria al régimen individual y tan propicia y fecunda en los trabajos colectivos... La república, viviendo a espaldas de la población indígena, la ha convertido en fauna humana”.
Para juzgar nuestra ideología política tenía una piedra de toque: la cuestión indígena. Así critiqué la obra civilista del 86 por la constitución “de los congresos con los elementos extraídos del caciquismo o feudalismo provincialista; por la contribución personal que no era sino la degradante resurrección del tributo y por el impuesto al alcohol en lugar del monopolio que limitara su consumo”. Al analizar el ideario del radicalismo, lamenté que se limitara a la recuperación de los terrenos de las comunidades sin exigir además su reforma y una legislación especial. Idéntica crítica hice de la declaración del partido demócrata, a pesar de mi simpatía por ella.
En época en que la plutocracia costeña, productora del alcohol, era omnipotente en el Perú y no se la podía atacar impunemente como hoy, no vacilé, en ensayo especial publicado en El Comercio, en 1917, en probar con acopio de datos estadísticos, mi tesis del año 15 sobre que el impuesto al alcohol era el sucedáneo del tributo, proponiendo la prohibición de la internación del alcohol en la sierra y su industrialización, en unos casos, o el cambio de cultivo en otros. Por último, en el trabajo a que se refiere Mariátegui, el cargo más grave que hice a la Universidad fue el de no haber estudiado la comunidad, cuestión central en el problema indígena, que “simbolizaba la personalidad histórica y la personalidad ética del Perú”.
Como ve el lector, mi posición ideológica ha sido perfectamente definida. Sin llegar al planteamiento radical e integral de la cuestión agraria, para la cual nos faltaban entonces y aún nos faltan hoy serias investigaciones, ocupé dentro de la ideología demolibera1, común en esa época, un puesto de avanzado reformismo o intervencionismo, es decir, lo contrario a toda oligarquía y feudalismo.
En la formación y expresión de mi pensamiento no puedo atribuirme el mérito de haber tenido que contrarrestar mi medio hereditario, mi educación u otras influencias posteriores. Al contrario, todos estos factores contribuyeron a él. Arequipa, ciudad en que nací y recibí mi primera educación, no es, como Trujillo o Lima, una ciudad señorial, sino tierra de medianos hidalgos, cristianos viejos de exiguo solar y escasa hacienda, pequeños propietarios en la campiña o en los valles, obligados a trabajar sus propios fundos o dedicados al comercio o al transporte: industrias de clase media. Hice mi instrucción primaria y media en el Seminario que fundó el celo apostólico del padre Duhamel. En sus clases reinaba un ambiente de cristiana democracia. En los claustros universitarios los maestros que más influyeron en mí fueron: Villarán, un realista, y Maúrtua, además mi jefe en las cuestiones de límites, a quien Mariátegui con justicia reconoce un criterio reformista. Me liberté bien pronto del positivismo y del biologismo imperantes. Mi profunda herencia cristiana me hizo ver en Nietzsche el teórico del aristocratismo vital, tan leído en ese tiempo, un formidable poeta y un creador de paradojas, pero no un director espiritual. La reacción idealista de Boutroux y de Bergson, por mi encuentro con PascaL, me orientó hacia el espiritualismo ético y no al vitalismo estético, en el que se quedaron otros. En mi cátedra de filosofía expliqué, sobre los textos, a Pasca1, Spinoza y a Kant, tratando de conciliar el primero y el último en un cristianismo independiente, que es la base metafísica del reformismo liberal. Para los problemas nacionales, ansioso de un criterio realista y no encontrándolo en el radicalismo retórico y jacobino, ni en el positivismo universitario, cientificista y libresco, busqué la inspiración de los grandes maestros: Bolívar, Sarmiento, ALberdi. Los Discursos y las Cartas, el Facundo y Las Bases fueron mis libros preferidos. Convencido de que los pueblos europeos de complicada estructura capitalista e industrial no guardaban analogía con el nuestro, y que sí la tenía España, me sustenté largamente con el olvidado Macías Picavea y el formidable Costa. El problema nacional, Oligarquía y caciquismo, Política hidráulica, Europeización de España fueron leídos ávidamente por mí. Respecto de política europea, me seducía el audaz reformismo de Lloyd George. ¡Buenos maestros de feudalismo Costa y Lloyd George! Me separaron siempre del socialismo ortodoxo, no obstante el bello ideal de la supresión del salariado, su metafísica materialista y anticristiana, su sociología antirrealista, fundada en el milagro de las transformaciones súbitas, y su psicología hecha de complejos de envidia y de odio, forjadora de rebeldes candidatos a dominadores.
Todos hemos evolucionado en la época presente, decisiva y dramática. Los jacobinos, por lógica en la utopía, se han hecho socialistas. Larga residencia en países protestantes me llevó del cristianismo independiente al catolicismo y, de un modo paralelo y lógico, de la democracia liberal a la democracia gremial, funcional o corporativa. Creo tener hoy una visión más humana y más simpática del problema social que la de mi antiguo reformismo. Se dirá que esto es medioevalismo y colonialismo. Es fácil jugar con los vocablos; pero hacerlo sería faltar a todo principio de honradez mental. El medioevo es el feudo; pero lo son también la corporación y el gremio; la colonia es el encomendero; pero es también la obra misionaria. La corporación, la unión de los hombres de una misma actividad económica es, después de la familia, la más natural de las asociaciones humanas; indestructible como ella. No hay que basar la sociedad política ni en el individuo ni en la masa, extremos que se tocan (Rousseau y Marx se entienden), sino en la familia, en el gremio. Sin los gremios no habría habido control para el feudalismo. La utopía de Rousseau nos dio, bajo el estado liberal, el dominio de una casta industrial. Las corporaciones reviven en las trade-unions y en muchos sindicatos del siglo XIX que han sido la gran fuerza controladora. La ilusión de Marx nos dará, en realidad, el dominio de una casta de demagogos. Para prevenirla o para libertarse de esta dominación no hay otro remedio que el corporatismo. Lo que quedará de la revolución rusa no será la dictadura del proletariado con su fachada de soviets, como la plutocracia tuvo la fachada del parlamentarismo, sino la pequeña propiedad y las cooperativas que nunca estuvieron en el programa del marxismo ortodoxo, así como lo que quedará del fascismo no será el ideal nacionalista y la estatolatría, sino la organización sindical que se hará más flexible y más libre.
Necesaria era esta apología que ha resultado también una confessio fidei. Es tiempo de cerrarla y de volver con serenidad filosófica a la Interpretación de la realidad peruana.
El capítulo sobre el “Nuevo planteamiento del problema del indio” contiene una sustanciosa revista de los distintos criterios anteriores al económico respecto del problema indígena. Son fundadas sus conclusiones sobre la ineficacia de una política simplemente gubernativa, la inferioridad de la república respecto de la colonia en este punto, lo arbitrario de los cargos de los biólogos y lo ingenuo de las esperanzas de un cruce migratorio. No da valor a la prédica humanitaria y se lo niega, absolutamente, en el momento actual, al criterio religioso reconociendo que él se situó hace siglos, con mayor energía, o por lo menos con mayor autoridad. Es evidente que el humanitarismo sin una base religiosa crea una ética sentimentalista y verbalista; generosa pero deficiente. Por desgracia la ética moderna, fuera del catolicismo, es sólo eso. No comprendemos cómo el autor, reconociendo más posibilidades de éxito en la prédica religiosa, descarta dogmáticamente su actualidad considerando la “solución eclesiástica como la más rezagada y antihistórica de todas”. Sus dos argumentos: la menor capacidad espiritual e intelectual de la Iglesia hoy, y el papel atribuido a los misioneros por un distinguido escritor católico de mediadores entre el indio y el gamonal, no son convincentes. El primero está desmentido por el vigor del renacimiento católico moderno, institucional e intelectual, y por la política nacionalista respecto de las razas inferiores que sigue, hoy más que nunca, la Iglesia romana. El segundo no es tampoco pertinente. En el momento actual de incoherencia y de falta de una legislación indígena, tal vez los misioneros no podrán hacer otro papel que el de mediadores; pero la verdadera solución religiosa supondría una legislación inspirada en ella, nuevas estructuras eclesiásticas, reemplazo de los curatos por los conventos, convertidos en parroquias y escuelas misionarias; en síntesis, la constitución de una autoridad en las misiones, no de simple mediación, sino de franca defensa y protección de los intereses indígenas.
Exagera su desdén el autor por la solución pedagógica del problema. En la pedagogía hay incuestionablemente una cuestión de ambiente, pero hay también una cuestión técnica. Ambas van indisolublemente unidas. El error de los pedagogistas han sido confiar en la técnica sin crear un ambiente de justicia social para el indio. Sin desconocer en el problema indígena el aspecto técnico o pedagógico creo que las fases principales de él son la religiosa y la económica. Ambas eran contempladas en el programa de una legislación tutelar indígena que pedía yo en 1915. Había que adaptar a las necesidades y técnica moderna lo que había de mejor en la legislación española “que contempló con mayor realismo la situación indígena”.
Mariátegui está en lo cierto al afirmar que el fraccionamiento de los latifundios para crear la pequeña propiedad no es una solución bolchevique o revolucionaria. La solución de la pequeña propiedad no puede aplicarse exclusivamente. En esto el realismo es esencialmente relativista. Para el mestizo o el indio transformado en el ambiente de los grandes centros mineros o agrícolas y que ha adquirido así la psicología individualista, la solución será la pequeña propiedad; para la masa indígena adherida a las comunidades, la solución será la defensa, vitalización y modernización de éstas. No creo en una solución única reformista como existe una solución única socialista: la nacionalización total de la tierra.
Etiquetas: Problema del Indio, Realidad Nacional, Víctor Andrés Belaunde
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