martes, 15 de septiembre de 2009

DATOS BIOGRÁFICOS


PERUANIDAD - EL LEGADO DEL IMPERIO

III

EL LEGADO DEL IMPERIO

El Perú comprende hoy la mayor parte de los territo­rios a los que se extendió el Imperio incaico y una enorme masa de nuestra población desciende de las tribus que formaron el Tahuantinsuyo. Existe pues entre el Perú actual y el Incario el elemento de la continuidad geográ­fica y, en gran parte, el elemento de la continuidad biológica. ¿Puede afirmarse también que existe continuidad psíquica? ¿Podemos contemplar la peruanidad como la continuación del Incario por lo que se refiere al alma colectiva? ¿Conquis­ta e independencia serán simples episodios políticos que determinaron transformaciones en la superestructura de un pueblo que permaneció el mismo síquicamente hasta el mo­mento actual? ¿Será cierta la frase de González Prada cuan­do afirma: “No forman el verdadero Perú las agrupaciones de criollos y extranjeros que habitan la faja de tierra situada entre el Pacífico y los Andes; la nación está formada por la muchedumbre de indios diseminados en la banda oriental de la cordillera”?.

Como veremos luego, la Conquista representó una trans­formación biológica en la población peruana, por obra del mestizaje y una transformación cultural por el aporte de fac­tores espirituales que han moldeado no solamente a la población mestiza, sino a la propia población indígena. Hay más –y esto es lo fundamental-. No podemos considerar el Incario como una verdadera nación. Es verdad que la unidad política que creó el Imperio constituye un elemento que se ha transmitido a la peruanidad, pero no puede afirmarse que haya existido un alma incaica, una conciencia nacional, en el Tahuantisuyo, que haya perdurado y que pueda considerarse como subsistente hoy mismo, como la forma sustancial, diríamos en términos escolásticos de la peruanidad.

Nuestra entusiasta admiración por la obra de los Incas, desde el punto de vista de la unidad política, de la técnica administrativa, de la justicia social, de los caminos e irrigaciones, no nos puede llevar a atribuir al Imperio incaico algo que éste no pudo, aun por razón de tiempo, formar en las tribus que sometió: una conciencia nacional.

El estado universal andino.

Una visión interesante, desde un punto de vista sinté­tico, del Imperio incaico es la del gran historiador inglés Ar­nold J. Toynbee. En su monumental obra que modestamen­te llama A study of history y que comprende profundos aná­lisis sobre la génesis y el crecimiento de las civilizaciones, es­tudia a los Incas como los fundadores del Estado universal de los Andes, esto es, como los creadores de una magna es­tructura política, de una organización integral en la región Andina de la América del Sur.
Este Estado universal andino que se origina venciendo obstáculos iniciales y se desarrolla con el estímulo de la pre­sión exterior, factores que para Toynbee tienen importancia fundamental, no constituyó una verdadera nación; fue sim­plemente una estructura política comparable a los Estados universales o Imperios creados igualmente por élites genia­les y que no lograron transformarse en verdaderas nacionalidades. La Nación tiene por su naturaleza un carácter limitado, no diré localista, pero preciso y determinado, en tanto que el Imperio tiende por su naturaleza a la universa­lidad. El elemento psíquico, que es el determinante, existe en los Imperios -y en esto no es una excepción el Incaico- solamente en la élite, pero no en la masa. En tanto que el alma nacional, en diversidad de grados, debe hallarse difun­dida en el cuerpo de la Nación. Las modernas naciones apa­recen animadas de un espíritu que se forja a través de una complicada evolución histórica. Este espíritu ha sido acen­tuado por la estructura política peculiar a la índole geográ­fica de cada región. En cambio la estructura imperial supo­ne un régimen rígido y de base principalmente material o guerrera bajo el dominio exclusivo de los núcleos tribales dirigentes sin importar la fusión total de los elementos some­tidos.

Esta maravilla histórica, que es el Estado universal andino, ha transmitido un precioso legado de unidad política, eficiencia administrativa y económica, a la nacionalidad pe­ruana, pero no puede decirse que constituya la plena inicia­ción de la peruanidad tal como existe hoy.

Territorios y tribus primitivas, dispersas o cohesionadas en efímeras estructuras políticas, han sido la materia prima en que se han plasmado la mayor parte de las naciones his­panoamericanas; pero fue indispensable la forma o el alma de una nueva cultura para crear las verdaderas nacionalida­des que se van elaborando lentamente en la colonia y lo-gran perfilarse en la independencia.

Aunque este punto de vista respecto de la relación en­tre la civilización prehispánica y las nuevas naciones no han sido objeto, que sepamos, de estudios especiales, puede de­cirse que él se encuentra ínsito en las más grandes autorida- des que se han ocupado del Incario.

Complejidad de los elementos del incario.

Means, en su documentado libro Ancient civilization of the Andes, pone de relieve la complejidad de la composi­ción del antiguo Perú. Tanto las tierras altas como las de la costa estaban, para Means, llenas de innumerables Estados de un carácter o alcance más o menos localizado. Esta vas­ta variedad iba desde el simple ayllu, común a todos, hasta las más complicadas estructuras. Los grupos de ayllus go­bernados por curacas llegaron a formar confederaciones co­mo las de los Collas del Titicaca, como las de los Chancas en Andahuaylas y las de los Chinchas en la costa. Por últi­mo aparecen los estados señoriales o feudales, como los de Cuismancu, Chuquimancu, el gran Chimú y el propio reino de Quito.

La unidad política establecida por la conquista incaica no pudo determinar la fusión absoluta de esos elementos en lo que podríamos llamar una entidad nacional. El mismo Means lo reconoce cuando dice: “Fue además un Estado muy seriamente organizado y rígidamente sometido a la autoridad central en la persona del Inca; y sin embargo era, por lo que se refiere a la masa del pueblo, fuertemente regionalista en su carácter, teniendo cada tribu su propia organización y sus actividades locales, estando unidos al gobierno impe­rial sólo a través de la jerarquía de los oficiales de la tribu y del imperio”.
En la realidad el Imperio fue una superestructura, una fuerte integración política, pero que dejó persistentes las ca­racterísticas de los elementos locales. En la estructura gene­ral del Imperio se destacó una verdadera dualidad. Luis Baudin, en su fino y penetrante estudio L’'Empire socialista des lnkas destaca esa dualidad con estas palabras que con­viene citar: “El sistema peruano se superpuso a las comuni­dades agrarias antiguas sin destruirlas, como el culto del sol se superpuso a los cultivos locales, el quechua a las lenguas regionales, -el matrimonio por donación al matrimonio por compra”. Como el alma colectiva se refleja en la lengua, la prueba de nuestra tesis se halla en la conservación de la diversidad de lenguas a la cual también se refiere Baudin: “Sin embargo, como una gran parte del Imperio fue conquis­tada solamente poco tiempo antes de la llegada de los españo­les, los pueblos de esos países no olvidaron su propia len­gua, y como por otra parte los Incas establecían en las regio­nes sometidas tribus que venían de muy lejos, que no habían perdido tampoco su propia lengua, resultaba en ciertos luga­res una triple superposición de dialectos”.

La conciencia imperial de la élite incaica

No cabe suponer que pudieran contrarrestar el efecto del localismo lingüístico, religioso, económico y ciertos as­pectos administrativos, las reglamentaciones estrechas y de­finidas del Imperio, la obra de caminos, el admirable sistema de justicia y previsión social y el violento traslado de las tri­bus a diversas regiones para asegurar, más que la asimila­ción general, el orden público. A pesar de esta obra, el mis­mo Baudin tiene que confesar lo siguiente: “En los Incas la vida entera se refugia en la sola clase dirigente y esencialmen­te en el jefe; fuera de él y su familia, los hombres no son hombres, sino piezas de la máquina económica y números de la estadística administrativa”. Y luego agrega, más concretamente: “El Imperio peruano se resumía en un peque­ño número de inteligencias que absorbía la vida entera del país”. Estas citas confirman nuestra tesis de la existencia de una conciencia imperial de la élite, constituida natural­mente por la aristocracia incaica pero sin una proyección efectiva en el resto de la población. No cambió el carácter de esta limitada conciencia imperial la sabia política de los incas, de asimilar a la aristocracia provincial. Recuerda Means que en el Colegio reformado por Pachacútec se re­cibía no sólo a los miembros de la casta imperial sino a jó­venes de la nobleza provincial que podía llegar a ser influida por la idea incaica y convertirse en agente para la propaganda incaica. La educación de la élite provincial en la época de uno de los últimos incas no logró modificar, en la masa, las modalidades y características que tenían antes de su incor­poración al Imperio.

Como los incas se interesaban principalmente en la pre­servación de la unidad política, llegaron a establecer la me­diatización de los jefes naturales incorporándolos a la jerar­quía incaica, como lo reconoce el propio Means al referirse a los reyez:uelos de Cuismancu y Chuquimancu. Dice Jeans que los jefes de Estado que entraban al Imperio, sin rebelar­se, continuaban en sus puestos dentro de la jerarquía incaica.
La política imperial de los Incas, conforme por otra parte a la política imperial general o sea a la orientación de los Estados universales, compaginaba la unidad política y el régimen centralista con esta aceptación de las características de los diversos elementos que iban conquistando. Es posible que la transformación de ellos se hubiera realizado si el Im­perio hubiese durado mucho tiempo. Es indudable que los incas dejaron su sello, con varia intensidad, en todos los te­rritorios que lograron conquistar; pero esa huella que con diversa profundidad se encuentra por doquier en el Tahuan­tinsuyo no llegó a constituir una verdadera, intensa y viva conciencia nacional, excepción hecha tal vez en la región del antiguo núcleo del Imperio en las regiones aledañas al Cus­co. La falta de esa difusa conciencia nacional por estar la conciencia imperial concentrada en una aristocracia, explica el fácil derrumbamiento del Imperio. Así ha podido afirmar Riva Agüero con entera justeza: “Destruida con la conquista la clase directiva, la aristocracia de los orejones, que era la armadura y nervio de la potencia incaica, los súbditos queda­ron rendidos y deshechos, aventados al azar como un pobre rebaño fugitivo de llamas sin pastores”.
Claro está que existió siempre un gran prestigio en todas las tribus, unido al recuerdo de los Incas, prestigio que per­duró, como observa Humboldt, hasta en la revolución de Túpac Amaru, realizada, por otra parte, en una zona en que la influencia incaica fue más antigua y más intensa. Pero ese prestigio semejante al de la autoridad romana en el territorio de ese Imperio no puede confundirse con la conciencia de la unidad nacional.

Invoquemos por último la opinión de Basadre en su es­tudio del derecho incaico, en el cual clasifica al Imperio como un Estado al nivel de los creados en el mundo histórico asiático. Es decir, que el Estado incaico fue un Estado im­perial, con grandes ventajas y características, como veremos luego, pero que no podía asimilarse a este producto típico de la civilización moderna que es el Estado nacional, efecto y sostén, al mismo tiempo, de una conciencia nacional.

La Peruanidad, que ha heredado elementos tan valiosos del Incario, que vamos a tratar de precisar, no puede consi­derarse, en estricto análisis como la continuidad integral y principalmente síquica del Incario. Nuestra conciencia nacional, aunque tenga un antecedente en la unidad imperial in­caica, no es continuación ni resurrección de ésta; es un pro­ducto posterior creado en la evolución histórica subsecuente, sobre la base de elementos que venían del Incario y los de la civilización cristiana traídos por la Conquista.

La unidad política del Incario, unidad imperial y por lo mismo universalista, fue la creación genial de una aristocra­cia efímera, una construcción mecánica que se extinguió con la desaparición de la clase dirigente. No cabe, tampoco, con­siderar nuestra conciencia nacional en relación con las tri­bus que formaban el Imperio, porque esas tribus, como lo hemos notado, presentaban elementos diversos, perfectamente diferenciados, que por la multiplicidad de lenguas y hasta de notas culturales podían estimarse como núcleos de distintas entidades primitivas.

La unidad nacional que hoy reúne todos esos elemen­tos no ha sido el fruto exclusivo de la unidad política, sino el resultado de muchos factores. La unidad política incaica fue reemplazada por la unidad política de la burocracia es­pañola, y ésta como lo hemos dicho, por la burocracia criolla o mestiza. El efecto de esa continuidad, la mayor o menor amplitud en la selección de la clase dirigente y las nuevas transformaciones biológicas, económicas y culturales, han sido las verdaderas forjadoras de nuestra conciencia y unidad nacionales a través de un proceso histórico que ha durado cuatro siglos y bajo la inspiración realmente unificadora de la religión católica.

Esta discriminación casual no significa que olvidemos la continuidad biológica, en buena parte de los elementos de la peruanidad, por lo que se refiere al Incario, ni que dejemos de considerar con orgullo su legado imperial que precisamen­te queremos esbozar en este ensayo. ¡Bello y fecundo lega­do en verdad, que está en nuestras manos aprovechar favo­recidos por un espíritu que los Incas no pudieron tener y por los prodigiosos descubrimientos de la técnica moderna! Legado de honor y por lo mismo de inmensa responsabilidad.

El legado de la unidad política.

Destácase sobre todos los caracteres del Imperio incaico la unidad política, unidad que fue la base de su grandeza, unidad que fue una obra milagrosa, realizada contra las di­ficultades territoriales y las diversidades étnicas. Hemos mantenido ese legado de la unidad política. Podría decirse que España, sobre todo la España de Carlos V, Estado imperial como el Incaico, quiso conservar, bajo un solo mando, el vasto territorio del Tahuantinsuyo. Verdad es que las pri­meras capitulaciones lo dividieron en las fajas paralelas de doscientas leguas conferidas a Pizarro, Almagro y Pedro de Mendoza. Pero la vida se burló de estas geométricas distri­buciones. Pizarro asumió el mando de la Nueva Toledo y conquistadores salidos de Lima, siguiendo las rutas incaicas, penetraron en el territorio de Arauco, llegaron con Benalcázar y sus tenientes a Pasto, al valle de Cauca y hasta Antio­quia e intentaron la conquista de la hoya amazónica. En ese sentido el Virreinato del Perú, entidad imperial, con­tinúa y aun supera al Incario. Fue el pensamiento de Carlos V suceder en la soberanía a los Incas, y así sería cierto lo que dijo el peruano Alvarez, cuando afirmaba en su Preferencia de los americanos en los empleos: “El imperio de las Indias uniéndose por la conquista a la corona de España, no perdió los fueros de imperio”.

En el siglo XVIII abandona España este concepto de la unidad imperial peruana cuando violentamente y contra la geografía y la historia unió Quito a Nueva Granada, y Char­cas al Virreinato de Buenos Aires.

La unidad política que, con tanta sagacidad como efica­cia persiguieron los Incas para su Estado Universal, tenía que ser la base y la armadura de la Nacionalidad que se forja a través del largo período colonial por la fusión de las razas española e indígena y por el aporte de los elementos de la cultura cristiana.

La Peruanidad exige el mantenimiento celoso de esa uni­dad política en los territorios, que en el momento de la inde­pendencia formaban el virreinato de Lima y cuyos habitantes se unieron libremente para formar una nueva nacionalidad. A esta fuerte unidad política no repugnaba la aceptación de diferencias regionales y la intensificación de la vida local. Al contrario, como lo hemos repetido muchas veces, y hoy es nuestro deber repetido una vez más, una Nacionalidad fuerte exige entidades regionales y departamentales fuertes, económica y espiritualmente. Mas ese regionalismo no debe comprometer la unidad de la Patria y la eficacia de sus direc­tivas esenciales.

El regionalismo económico y cierta descentralización ad­ministrativa pueden marchar paralelamente con la acentua­ción de un movimiento que afirme la eficacia del poder cen­tral en el orden educativo, en el orden de los transportes, y, sobre todo, en el orden de la conciencia nacional.

De dos instrumentos se valieron los Incas para avivar la vida regional económica y al mismo tiempo para acentuar la unidad política. A ellos nos hemos referido en el capítulo anterior, cuando dijimos que las dos bases fundamentales de la política incaica fueron: irrigación y caminos. A pesar de los meritorios esfuerzos hechos en este sentido, a que hemos aludido también, falta aún mucho para que podamos de­cir que hemos cumplido el legado del Imperio. Al lado de esas bases naturales de la unidad, tenemos las morales y es­pirituales de la educación, que debe orientarse hacia la afir­mación de la conciencia nacional, y principalmente, la de la unidad religiosa, que debemos mantener respetando los sen­timientos del País.

El legado de una misión civilizadora.

El Imperio nos deja otro legado: su carácter civilizador. En la aristocracia incaica se reunieron dos caracteres que no siempre van juntos: la máxima capacidad guerrera y la máxi­ma cultura en relación con las otras tribus, de un modo gene­ral. No siempre las tribus guerreras, tribus vencedoras, fueron tribus civilizadoras. En muchos casos el mensaje de la civilización lo aportaron los pueblos vencidos y conquista­dos cuando dieron su cultura a sus conquistadores. Es el caso de Grecia respecto de Roma, es el caso de los habitantes de México respecto de los aztecas. En el Perú el mérito de los incas consistió en que atendieron no solamente el domi­nio político sino a la más alta cultura. Nosotros debemos conservar esa tradición. La extensión de la influencia cen­tral no debe ser en nuestro país simplemente la de un más acentuado fiscalismo o la de una más intensa presión políti­ca. Las burocracias centrales deben representar avanzadas de cultura. El atraso en que se encuentran las masas indí­genas que viven en muchas partes no sólo como vivieron en época de los incas sino como antes del Tahuantinsuyo, re­quieren del Estado peruano el cumplimiento de su legado ci­vilizador.

Es motivo de la más grande desolación patriótica com­parar los esfuerzos que se han hecho en México y en Boli­via sobre la educación e instrucción de los indígenas con los que hemos realizado. El país ha purgado, hasta con desas­tres nacionales de tremendas consecuencias, la culpa de ha­ber descuidado su misión civilizadora respecto de la raza abo­rigen. Aún no tenemos, acerca de este gran problema, un programa estructurado. Hermosos y aislados ensayos aquí y allá, pero no se destaca un plan general, como sería el es­tablecimiento en los principales centros indígenas, de gran­jas, escuelas-talleres, que, como las abadías medioevales, edu­quen a las masas indígenas considerando las necesidades de su ambiente.

Este es un legado del Imperio al que no hemos respon­dido aún, no obstante de que ese requerimiento estaba reite­rado con toda intensidad por el aspecto fundamental de la peruanidad, o sea la fe cristiana.

El legado de la justicia social

Basadre, en una bella página de su libro Historia del Derecho Peruano, destaca una característica del Estado in­caico que lo diferencia de las grandes monarquías orientales. Dice el mencionado historiador: “No vivió despreocupado del pueblo como los grandes imperios sangrientos el asirio y el persa... Mientras los demás Estados usaron la vida eco­nómica general para fines de tributación, los Incas hicieron de esta tributación la base de vida económica general. En este sentido fue proporcionalmente la situación de la gente, colocada en los estratos ínfimos de la vida social de los incas, menos abandonada o menesterosa que la de las gen­tes colocadas en plano análogo no sólo entre los Estados antiguos sino aun entre los Estados más modernos”. Recor­demos nosotros las palabras de Polo de Ondegardo: “y ansi jamás obo hambre en aquel rreyno”.

El Imperio nos dejó el legado de un gobierno paternal y humanitario; legado en consonancia con el sentido cristiano que debió tener la conquista, y que lo tuvo desde el punto de vista religioso. Es un valor esencial en la peruanidad el sentimiento y la preocupación por toda obra social. Por un imperativo tradicional, el gobierno estaba destinado a dar pre­ferencia, entre los problemas nacionales, a los problemas de justicia social. Quien estudie de cerca la historia peruana descubrirá, aun en nuestras peores épocas, la palpitación de un sentimiento humanitario y la generosa tendencia hacia obras de carácter comunitario. Ello explica el magnífico de­sarrollo de las obras de beneficencia en la época virreinal. Esta hermosa tradición conservada hasta la época actual se ha manifestado en obras recientes y en la avanzada legisla­ción sobre el trabajo y seguro social.

No es pues anatópica, ni necesita robustecerse con co­rrientes exteriores, la orientación que haga del Perú el país más adelantado de América en obras de justicia social.

Sin perjuicio de respetar la iniciativa y propiedad indi­vidual, base de todo progreso, nuestra estructura financiera tiene que orientarse hacia una más justa distribución de la riqueza a la difusión de la pequeña propiedad y de la pe­queña industria y a la generalización y consolidación del se­guro social.

El legado de la dignidad imperial.

El Incario fue un Estado universal. Supo llevar con su­prema prestancia la dignidad imperial. No se ha borrado este sello de la historia del Perú. Lo mantuvo el Virreinato aún después de las amputaciones realizadas por la dinastía borbónica.

Resurge, sobre todo en la época de Abascal, cuando este virrey, con elementos principalmente peruanos, criollos blancos, mestizos e indígenas, sostuvo el predominio de la autoridad imperial contra la dispersión de las soberanías en la revolución de los cabildos en Quito, Charcas, Chile y Buenos Aires.

Abascal sintió el "imperium" y puso al servicio de él todos los elementos que habían constituido el antiguo virrei­nato y el antiguo estado de los incas. Parecen éstos revivir al conjuro del ideal de la lealtad monárquica.

La orientación equivocada que representaba esa lealtad no puede alterar el criterio histórico en la apreciación de la magnitud de la empresa y del significado intrínseco de los esfuerzos realizados. Ejércitos, peruanos por sus jefes, ofi­cialidad y tropas, debelaban la revolución de Quito, derro­tan las expediciones del Río de la Plata en el Alto-Perú y ponen fin al movimiento chileno restaurando así el virreinato de los siglos XVI y XVII, desde Pasto hasta el estrecho de Magallanes y amenazan las provincias del Río de la Plata, que sólo detienen la invasión peruana en la batalla de Salta.

No puede explicarse la actitud de Abascal, y sobre todo la cooperación de la población peruana, sin la influencia de lo que podríamos llamar el "espíritu del imperio". España en manos de Napoleón, el virrey Abascal fue de hecho abso­lutamente autónomo e independiente; ejerció la plenitud del imperio. La desgracia para el Perú fue que Abascal no die­ra el paso lógico dentro de la realidad creada, de proclamar, si no la independencia, por lo menos la autonomía de ese im­perio, dentro de la gran monarquía española. Aquel paso habría facilitado la independencia de toda la América del Sur, no habría dejado aislado el movimiento de Iturbide en México, que representó después una orientación semejante y habría dado al Perú, en el Pacifico, la situación que Brasil ha ocupado en el Atlántico. Noche trágica y decisiva para la peruanidad aquella en que Abascal, dueño de los destinos del antiguo virreinato y verdadero amo y señor de su vasto territorio, se decidió por la absoluta e incondicional lealtad a Fernando VII en lugar de realizar la idea que se atribuye al conde de Aranda.

El enorme esfuerzo de afirmación nacional e imperial que hace el Perú dentro de la orientación equivocada de la lealtad monárquica nos llevó a la independencia completa­mente agotados. Las energías y la actividad del Perú se gasta­ron en el vano esfuerzo de afirmar la lealtad de la dinastía que no comprendió ni los intereses ni el destino histórico de sus posesiones en América. El carácter trágico y transitorio de ese momento imperial del Perú no puede justificar el que se le olvide, porque él representa, en primer término, la prue­ba del valor e intensidad de la peruanidad en esos momen­tos, y porque explica la posición desfavorable del Perú fren­te a las corrientes emancipadoras en el segundo período de la revolución.

Este legado de dignidad imperial se conservó en la Re­pública. Estaba en la tierra y en el aire. San Martín se re­bela contra el gobierno de Buenos Aires y crea un gobierno independiente en Chile, pero al llegar al Perú no se siente sim­plemente un soldado victorioso; asume el gobierno y sueña con establecer una monarquía que comprendiese el Perú, Chile y el río de La Plata semejante a las provincias unidas de Hispano-América, con un Inca a la cabeza, que propuso en Tucumán el espíritu generoso de Belgrano. A Bolívar le hablaba en el Chimborazo el dios de Colombia, pero cuando atraviesa los desiertos peruanos y escala los Andes y recorre el Collao hasta Potosí, al volver a Lima, le habla el espíritu del Imperio y forja su sueño de la Federación de los Andes. Santa Cruz, vencedor en Yanacocha, pudo pensar que el establecimiento del Estado sud-peruano iba a concretarse en un movimiento secesionista a favor de Bolivia. Llegado a Lima, la Confederación sucesora del im­perio se convierte para Santa Cruz en el ideal sincero de su vida.

Esta tradición imperial del Perú tuvo la nobilísima ex­presión de cierta primacía espiritual. Respondiendo a esta tradición, el Perú sintió palpitar en él conciencia americana cuando convocó a los Congresos de Lima de 1847 y 1866, y adoptó las generosas actitudes de su protesta frente a la invasión de Santo Domingo y de México, reconoció la beli­gerancia de Cuba y suscribió el tratado de alianza con Bo­livia en la condición de que ésta no extremara su política respecto de Chile.

Dentro de esta tradición imperial vieron al Perú los di­plomáticos extranjeros. Duarte D' Aponte Ribeyro, después de haber residido en Lima como Encargado de Negocios del Brasil, al regresar a su patria presentó un Memorial. En ese documento, Duarte D'Aponte decía que el Perú tiene en el Pacífico una posición semejante a la del Brasil en el Atlántico; tradiciones imperiales y de corte que le viene de la época de los Incas y del Virreinato. El Brasil debía man­tener allí su principal agente diplomático con rango de Pleni­potenciario y colocar sólo Encargados de Negocios en los países vecinos.

Nosotros debemos conservar este valor de la dignidad, imperial que no puede tener hoy, consolidadas las naciona­lidades y definidas las fronteras, manifestaciones territoriales, pero sí intensas manifestaciones espirituales. Ocupa el Perú un puesto de primogenitura en América. La civiliza­ción de territorios que son parte de Colombia, del Ecuador, Chile, Argentina y Bolivia fue obra, en la época precolombi­na, del Imperio de los Incas. Y en la colonia, la irradiación cristiana civilizadora a esas mismas regiones tuvo su centro en Lima; y si la independencia surge en la periferia del enor­me imperio, sólo se consolida cuando convergen en el Perú los ejércitos de San Martín y de Bolívar.

La defensa de la Peruanidad supone el celoso y vigilan­te cuidado de todo lo que comprometa o manche la dignidad imperial de nuestra tradición. Hay que educar a las genera­ciones jóvenes en este culto y en la conciencia de la majes­tad moral de nuestra historia. Si no hubiéramos perdido en ciertas épocas esta conciencia, no se habrían realizado los dolorosos acontecimientos que comprometieron no sólo nuestro honor sino nuestra existencia, en 1829 y en 1841, y que han puesto a veces una nota trágica y bufa al mismo tiempo en nuestra evolución política.

Correspondió a esta dignidad imperial el heroísmo en nuestras derrotas y la empeñosa abnegación en nuestra lar­ga resistencia en la guerra con Chile. El sentido imperial de nuestra historia tuvo así, en unos casos, manifestaciones de esplendor material, y en otros, revelaciones de una fuerza moral. El amor de nuestra historia nos impone el incansable denuedo de conservar en nuestra vida el sello que le impri­mió la indiscutible grandeza de los Imperios incaicos y vi­rreinal, de los cuales somos sucesores.



Etiquetas: , , , ,

viernes, 11 de septiembre de 2009

LA REALIDAD NACIONAL - EL PROBLEMA DE LA TIERRA

CAPÍTULO III

EL PROBLEMA DE LA TIERRA

EN EL LARGO ENSAYO que Maríátegui dedica al problema de la tierra, hay que distinguir el proceso histórico, la descripción de la situación presente y la solución.

Sólo el presente nos es dado pintar, y aun esto de un modo particular, con visión directa e inmediata. Para lo pasado nece­sitamos el apoyo de teorías e hipótesis y para lo futuro, la pro­yección de la luz de una doctrina. Mariátegui se muestra un ex­celente realista cuando nos describe la comunidad bajo la repú­blica, la comunidad y el latifundio y el colonialismo en la cos­ta; pero cuando se remonta al pasado, surgen los prejuicios y los claros de su andamiaje intelectual.

La historia de la propiedad territorial en el Perú no está escrita y, por lo mismo, todo ensayo de reconstrucción debe co­menzar por la confesión de inevitables deficiencias e ignoran­cias. La primera forma de propiedad en el Perú es la comunal: el ayllu o la marca: sistema generalizado en todos los valles de la sierra y la costa. El ayllu precedió al imperio; el mérito de los incas consistió en respetar las comunidades, tomando sola­mente parte de las tierras que dedicaron al estado y al cul­to. La constitución del imperio supuso una cercenación de la propiedad comunal. ¿Cuál fue la proporción de los territorios cercenados? No lo sabemos; pero sí tenemos testimonios histó­ricos que hablan específicamente de tierras de comunidades to­madas por los incas. Que a pesar de esta expoliación, los incas, por su política de eficiencia en el trabajo y de irrigaciones, crea­ron una situación de prosperidad y de mayor rendimiento, no hay la menor duda. Exagerada, sin embargo, para la población, es la cifra de diez millones. El cálculo más optimista que co­nozco es el de ocho, incluyendo Quito, Charcas, el norte de Argentina y de Chile.

Cuando los españoles llegaron al Perú no encontraron sola­mente la propiedad de las comunidades indígenas, sino también la numerosa propiedad estatal o nacional que los incas dedica­ban al sostenimiento de su burocracia civil y eclesiástica. Al apo­derarse de un modo súbito de toda la extensión del imperio y destruir la jerarquía indígena, dispusieron desde el principio de su inmensa cantidad de tierras. El sistema de la gran propie­dad, el latifundio, fue inevitable. Atribuir la gran propiedad a la psicología o la incapacidad del español, haciendo un paralelo con el proceso de la colonización americana, me parece un gran error. Mariátegui, al incurrir en él, revive el criterio romántico y falso sobre los orígenes y evolución de los Estados Unidos. El divergente proceso de las dos colonizaciones no se debe sólo a diferencia de psicología en las razas, sino a diferencia de situa­ciones y de tiempo. Mientras que los ingleses fueron apoderán­dose parsimoniosa y lentamente de la limitada región entre el Atlántico y los Alleghanys, destruyendo o empujando a la pobla­ción aborigen, España se adueñó, en cincuenta años, de toda la tierra laborable de México hasta Chile. La expansión de los Es­tados Unidos más allá de los Alleghanys, the winning of the West es cosa de fines del siglo XVIII y principalmente de principios del siglo XIX. España, en lugar de destruir o de repeler hacia la hoya amazónica a la raza aborigen, trató de asimilarla y conservarla. Censurar a España por la apropiación de las tie­rras del estado valdría tanto como reprocharle la amplitud de su esfuerzo descubridor. Tan es cierto que el régimen de la gran propiedad en América, con su triste aditamento, la servidumbre, fue el resultado de condiciones objetivas (territorios ocupados y razas existentes) que los colonos ingleses en la región del sur, de tierras más extensas y de climas más favorables, esta­blecieron el latifundio y el trabajo de una raza inferior impor­tada: la negra. Lo interesante en el caso de España es que una vez destruido el imperio incaico, bajo la influencia de las ideas religiosas, que encarnaba la escuela dominica, Las Casas, Vitoria, de Soto y otros, tratara de limitar la distribución a las tierras del estado incaico, respetando las comunidades existentes.

La política de la época constructiva (1550) era adaptar el régimen español al régimen incaico, en lo que se refiere a la propiedad y al trabajo. Respecto de la primera, la masa indíge­na conservaría toda la que tenía, en tanto que la propiedad estatal se daba a los individuos e instituciones civiles y principal­mente religiosas. Respecto del trabajo, éste debería representar prestaciones en especies o en servicios, de ningún modo mayo­res que las impuestas por el régimen incaico. Tal es, en esencia, la famosa cédula expedida por Carlos V a los licenciados Santi­llán, Ondegardo y Matienzo, que deberían responder al más interesante y completo cuestionario que existe sobre la cuestión indígena. ¿Hasta qué punto en la historia efectiva la constitución de las grandes propiedades particulares y eclesiás­ticas respetó la política de esa cédula y el latifundio señorial o eclesiástico salió de los límites de la antigua propiedad esta­tal? ¿Cuál fue el efecto que en las propiedades produjo la po­lítica de reducciones del Virrey Toledo y el mantenimiento de las encomiendas? La falta de estudio sobre datos históricos, estadís­ticos, impide científicamente llegar a conclusiones terminantes; pero es de presumir, como lo sostiene Ugarte, que gran par­te de la propiedad indígena pasara legal o ilegalmente a manos de los españoles y criollos, por obra principal de las encomiendas.

La gran tragedia para la raza aborigen fue la siguiente: la política de protección inspirada por la Iglesia, debida al regalis­mo español no quedó encomendada a ella en su aplicación. Es un error muy corriente, y del que no está libre el propio Ma­riátegui, considerar al estado español, en esa época, como el ti­po del estado medioeval. Nada es menos cierto. El estado es­pañol antes de la conquista realiza la moderna evolución hacia el absolutismo. El estado español, un siglo antes que Francia y dos antes que Prusia, es el tipo de Estado que lo absorbe y lo domina todo: el Estado que podríamos llamar monista en opo­sición al Estado plural de la Edad Media. Este Estado no se ha­lla sometido a la Iglesia, sino al contrario. A pesar de su fe ca­tólica, España, en esto, como la Francia galicana, no se diferen­cia de los estados protestantes o de la Iglesia nacional. Por el patronato la Iglesia perdió en parte el carácter corporativo de la Edad Media y quedó convertida en un rodaje de la máquina política. Por eso hay que distinguir, en la colonia, la jerarquía eclesiástica sometida al rey, de la Iglesia relativamente libre de las órdenes religiosas. La tendencia regalista, que es una ten­dencia imperialista, fue eliminar las órdenes religiosas de los territorios habitados por quechuas y aimarás, indios de paz, que habían evangelizado, relegándolas a las regiones de frontera, indiOS de guerra, de las hoyas del Orinoco, del Amazonas y del Paraguay. Los reyes de España daban apenas diez años para con­vertir una misión en doctrina en la región del antiguo Perú. Al terminar ese plazo, el grupo indígena escapaba al misionero y quedaba bajo la jurisdicción del cura, sometido al obispo, el cual lo estaba más al Rey que al Papa. El indio peruano necesitaba de la permanencia indefinida del misionero como maestro y de­fensor. En lugar de organismos misionarios para defender a las comunidades, creó Lope de Castro la nueva institución de los co­rregidores de indios, destinada a controlar a los encomenderos; pero que, careciendo del celo religioso y de sentido corporati­vo, resultó a la postre una especie de encomienda temporal. A pesar de todo esto, la propiedad eclesiástica (conventos e igle­sias) y la legislación sobre las comunidades, atenuaron eviden­temente los resultados desastrosos del latifundio. La propiedad eclesiástica de rentas moderadas o de censos o de cánones re­ducidísimos favoreció la constitución de una clase agrícola me­dia. Además, esa propiedad respondió a fines de orden esencial­mente colectivo: el culto, necesidad espiritual y estética; la beneficencia, hospitales y hospicios, y, sobre todo, a la educación. A todo lo cual habría que agregar que la renta eclesiástica, como lo ha probado Pereyra, se invirtió siempre en las colonias, en tanto que de la renta del Estado, buena parte iba a la pe­nínsula. Desde el punto de vista económico, puede llegarse a esta conclusión: la propiedad eclesiástica realizó una función na­cionalista y democrática.

Por eso fueron tan desastrosos los efectos de la supresión de los jesuítas, a quienes con tanta justicia elogia Mariátegui, des­de el punto de vista económico. Las propiedades de éstos pa­saron a incrementar el latifundio laico. El caso fue notable en Arequipa, en donde la propiedad jesuítica pasó a manos de la familia Goyeneche, y una renta que ha llegado a la suma de 300,000 soles al año, en lugar de emplearse en el debilitado organismo de esa ciudad, salía todos los años al extranjero.

La acción misionaria, la misma obra de la Iglesia secular, a pesar de su sumisión al Estado, la preservación de las comuni­dades, el monumento no superado de legislación tutelar y sus tentativas de aplicado constituyen la parte luminosa de la épo­ca colonial.

Mariátegui ha reconocido parcialmente este cuadro, al re­vindicar, con legítimo orgullo, la constatación relativa a las ór­denes religiosas que le ha correspondido hacer, “a pesar de ser marxista convicto y confeso”. La parte sombría del cuadro la constituyen la encomienda, la mita para las minas y la introduc­ción de la esclavitud en la costa. Aquí no caben ni excusas ni paliativos; pero no hay que suponer que el régimen colonial es­pañol tuvo el monopolio de estos sistemas de explotación. Bas­taría la comparación con otros países y la historia reciente del contacto de las razas superiores con los pueblos de color, para probar nuestro aserto.

La revolución americana, desde el punto de vista de los fac­tores económicos internos, es fruto de los intereses, no sólo de una aristocracia territorial criolla, que buscaba salida para sus productos y al mismo tiempo influencia política, sino también de la clase media de los mestizos dedicados a la pequeña pro­piedad, o a ciertas profesiones liberales o anhelosos de posicio­nes burocráticas. En el Perú, me parece exagerado atribuir la independencia, como lo hace Mariátegui, a factores puramente externos. Aunque nos faltó el factor decisivo de una per­sonalidad genial, no puede dudarse que después de la decep­ción que trajo la restauración absolutista de 1814, la aristocra­cia territorial y el mestizaje, o sea la clase media, se orientaron definitivamente hacia la independencia. En la revolución no hu­bo evidentemente un programa de carácter agrario; no apare­ce tampoco exigido por las condiciones económicas en ese mo­mento, ni por ninguna reivindicación de clase. Con un criterio de relativismo histórico, no cabría censurar a los leaders de la revolución par la falta de división de propiedades. La aristocra­cia territorial se sumó a la revolución y estaba empobrecida des­pués de la guerra; el latifundio eclesiástico desempeñaba una función social. Las nuevas ideas y necesidades de la circulación de la riqueza exigían la abolición de las vinculaciones y de los mayorazgos; se siguió esa política, que fue coronada por el có­digo civil. Con el mismo criterio de relativismo histórico no po­día exigirse más de ella. El Perú estuvo libre felizmente de la orientación jacobina que dominó en otros países de América, orientación que respetó el latifundio privado y se adueñó del latifundio eclesiástico, como en México: la llamada política de las leyes de reforma. Hoy sabemos cuál fué el resultado. La confiscación de la propiedad eclesiástica no favoreció ni al arren­datario ni al peón y sirvió únicamente para acentuar el latifun­dismo laico. Si en el Perú hubiera gobernado el radicalis­mo, se habría producido idéntico fracaso.

Pero si no seguimos una orientación jacobina, acentuamos el regalismo de la época colonial. La Iglesia continuó esclaviza­da y burocratizada; las misiones fueron abandonadas aun en la región de frontera. La república no necesitó, respecto de la ra­za aborigen, importar la ideología humanitaria de la Revolución francesa; le hubiera bastado revivir la tradición vernácula de la escuela dominica. De esto tuvo una clara visión Bolívar y de ahí su culto por Las Casas. Para defender al indio psicológica y económicamente, bastaba proteger las comunidades y revivir las misiones. A ello se opusieron la ilusión igualitaria y revolucio­naria y la atenuación de los sentimientos religiosos en la clase dirigente y en la clase media. Las nuevas generaciones fueron escépticas y materialistas o indiferentes y la religión era rele­gada a las mujeres o al pueblo ignorante. Era imposible, den­tro de este ambiente depresivo, que la Iglesia conservara auto­ridad y eficiencia.

Por el abandono de aquella hermosa tradición, la parte cen­surable, en la política republicana, es lo relativo a las comuni­dades indígenas. Puede decirse que la revolución fué un avance desde el punto de vista nacional, pero no desde el punto de vista de la justicia social. No olvidemos que el tributo y la es­clavitud se conservan hasta el año 54. Al mismo tiempo el la­tifundio se extiende a las tierras de comunidad al amparo de las leyes y decretos que hacían ficticiamente al indio propieta­rio. Sería un estudio interesante el de fijar el número de comu­nidades y su extensión territorial a principios del siglo XIX y a principios del siglo XX. Todo induce a pensar que la diferencia sería muy grande en contra de la época actual. El autor, que señala bien las fases de este proceso, no deduce sin embargo, la tremenda lección que de él se desprende. No basta tener un ideal generoso, y lo era el de hacer al indio propietario indi­vidual; es necesario un criterio realista. La utopía del individua­lismo no se aparta de la utopía socialista con su igualitarismo económico. El indio no fué ni ciudadano, ni propietario con el sufragio universal; mañana, en que sin criterio realista se na­cionalice toda la tierra y se le lleve a los soviets, como antes se le llevaba a las ánforas, no será tampoco propietario, ni ciu­dadano.

Si la revolución se basó en los intereses de la gran propie­dad y respondió a las finalidades burocráticas del mestizaje me­dio, fue hecha por el ejército y de aquí que el poder político no tenga una sola base, como cree Mariátegui: la gran propie­dad; sino dos bases: la aristocracia territorial y la burocracia militar. En el Perú se agregaron pronto dos factores: uno, por la formación de una nueva oligarquía, a consecuencia del gua­no, y otro, por el funcionamiento político que tenía que crear a la larga el tipo del pequeño gamonal político o cacique provincialista. Un partido de clase media y de profesionales no pu­do formarse; así fracasaron el partido liberal y su continuación: el primer partido civil de Ureta y de Arenas. Sólo la nueva plu­tocracia, más bursátil que territorial, logró cristalizarse en un partido político para luchar contra la clase militar, al principio, entendiéndose con ella, después. La democracia desarrolla el ti­po del político, de caciques, propietarios o no, que llegan a formar artificial y momentáneamente fuerzas de consideración. Clientela en unos casos de la burocracia militar, en otros de la plutocracia, ha revelado a veces tentativas de emancipación, co­mo en el año 90, en que Rosas representaba la oligarquía; Morales Bermúdez, la burocracia militar, y Valcárcel, el caciquis­mo parlamentario. En regímenes de corrupción, el caciquismo parlamentario está destinado a enriquecerse y a agregarse a la plutocracia territorial absorbiéndola. De esos ritmos de lucha entre esos tres elementos o de sus más peligrosos contubernios, que nos explican perfectamente los factores económicos, sólo se sale en la historia del Perú por la influencia de las grandes per­sonalidades: Castilla y Piérola. Su obra no puede ser, por eso, explicada por el materialismo histórico. La abolición del tributo y de la esclavitud representaba para el fisco una seria dismi­nución en la renta y un serio golpe para la agricultura. Si Cas­tilla hubiera sido el simple agente de una burocracia que ne­cesitaba ser bien pagada o de los propietarios costeños, no ha­bría ni reducido sus entradas, ni quitado a estos últimos el bra­zo seguro y barato. Puede decirse lo mismo respecto de la obra esencial de Piérola: la abolición de la contribución personal y la estabilidad monetaria.

Tales son las reservas y rectificaciones que cabe hacer des­de el punto de vista de la evolución histórica. Ellas se refieren principalmente a matizar la visión colonial destacando en ella la tendencia ético-realista en el problema, indígena y a atenuar algunas exageraciones del materialismo histórico en la interpre­tación de la historia republicana. Pero es justo reconocer que son inatacables las afirmaciones de Mariátegui, respecto del papel de las comunidades indígenas en la economía incaica, de la legislación tutelar, de la obra misionaria en la colonia y los car­gos que formula sobre la política republicana destructora de la comunidad. El interés, la exactitud, la profundidad de visión del autor, se acentúan cuando describe la época contemporánea. Los capítulos sobre el latifundio y la comunidad, el régimen del trabajo, servidumbre y salario y sobre todo el dedicado al co­lonialismo de la agricultura costeña contienen páginas de antología política. Establece la clara diferencia entre el latifundismo de la costa industrializado y modernizado y el primitivo e infecundo latifundismo serrano. Habría que hacer sólo la ex­cepción de las nuevas ganaderías que son la iniciación de ese proceso de modernización en la sierra. Con los datos del inte­resantísimo estudio de Castro Pozo, sostiene la vitalidad y plasticidad de las comunidades y la estagnación del latifundio serrano.

El latifundio costeño, aunque industrializado, conserva un régimen feudal de trabajo por el enganche y el yanaconado. Sa­gaces son las observaciones del autor respecto al latifundio y la despoblación y la nueva tendencia de los grandes propieta­rios de crear núcleos de pequeña propiedad a su alrededor. Pa­vorosa y exacta la pintura que nos hace de una producción agrí­cola orientada hacia el mercado extranjero y controlada por és­ta. Alarmante la cifra de cuatro millones de libras que el Perú importa en víveres y que revela hasta qué punto ha llegado nuestra dependencia económica. Sus proposiciones finales son en general inobjetables, cuando condena el absentismo por injusto y por los obstáculos que presenta al progreso agrícola, (falta de estímulo en el arrendatario); cuando afirma que una nueva política inmigratoria es incompatible con la intangibilidad del latifundio; cuando sostiene la necesidad de una política inter­vencionista en la costa frente a la imposición extranjera; cuan­do señala la inaplicación de las leyes higiénicas y de protec­ción obrera (inaplicación que revela en el Perú lo que podría­mos llamar la abdicación del estado) y cuando asevera que si el gamonal o feudal no resulta productivo, ha perdido su título aun dentro del criterio capitalista.

Todas estas conclusiones conducen lógicamente a un progra­ma realista sin utopías y sin dogmatismos que suscribirían mu­chos que no son comunistas; protección y vitalización de las co­munidades, expropiación del latifundio improductivo o retarda­do, conversión del yanacón o aparcero en propietario, defensa y extensión de la pequeña propiedad, constitución de un banco agrícola para los fines anteriores y para sustituir la habilitación extranjera, gravar el absentismo, aplicar rigurosamente las le­yes de protección obrera, fijar una proporción al capital nacio­nal en toda empresa, establecimiento de parroquias conventua­les y escuelas misionarias, y culminando todo este sistema y co­mo clave de él, sustitución del parlamento, pseudo-demo-liberal, por la representación de todos los organismos vivos en los que el trabajo tendría una gran mayoría.
No es esta por desgracia la solución del autor, entusiasta adherente al programa marxista. En éste hay que distinguir la fi­nalidad ortodoxa, la nacionalización de la tierra, que es la so­lución definitiva, y los medios o métodos que constituyen la so­lución de estrategia. Es evidente que no sólo la pequeña pro­piedad sino la comunidad son opuestas al dogma de la naciona­lización absoluta de la tierra. El programa comunista adoptado el 1º de setiembre de 1928 en Moscú, en lo referente a los países semi-coloniales de América Latina, no precisa soluciones estratégicas, pues habla sólo de “lucha contra el feudalismo y las formas precapitalistas de explotación. . . de una serie de eta­pas preparatorias, como resultado de un período de transforma­ción de la revolución democrática burguesa en revolución socia­lista”. En síntesis, nada definitivo.

No son más precisos los comunistas peruanos. Inferimos que no se trate de defender las presentes comunidades sino de ex­tenderlas y de reconstruir las extinguidas. . . Respecto de la tie­rra no comunal y no fácilmente atribuible a antiguas o nuevas comunidades, ¿será la solución entregar al peonaje el latifundio serrano y al obrero los fundos industrializados de la costa para que por falta de técnicos y capital se paralice la producción y reine el hambre? En uno u otro caso, queda el problema de la organización del estado y del contenido y espíritu de la Nación. Aquí la solución comunista trasciende del punto de vis­ta económico y obrero y aborda un problema más hondo: el pro­blema de la nacionalidad, problema relativamente fácil en los países de unidad racial, problema complicadísimo en los países de mestizaje. Por gravitación natural, por surenchére demagó­gica, el programa socialista se ha hecho en el Perú programa del indigenismo radical. El indio no es una parte esencial de la na­cionalidad, sino la nacionalidad misma. Lejos de todo progra­ma de “occidentalización”, se trata de revivir la civilización in­caica, haciendo de ella una pintura idealizada. La tesis indigenis­ta en su origen fué una simple manifestación romántica: primitivismo, amor del color local, y tuvo, hasta ahora, expresiones estéticas más que políticas. Nadie soñaba reconstituir la nacio­nalidad sobre bases y direcciones exclusivamente indigenistas; pero he aquí que las necesidades de la estrategia de la revo­lución mundial ponen a la orden del día el problema de la li­beración de las razas de color. El indigenismo radical adquiere así un nuevo aspecto que podríamos llamar pragmático. En la lucha contra el capitalismo asume una importancia de primer plano la rebelión de las razas sometidas. El socialismo abando­na su criterio humanitario y adopta, con inconsecuencia palma­ria, lo que podríamos llamar el nacionalismo racial.

La aplicación de este nacionalismo racial no presenta obs­táculos en los países en que se puede establecer una ecuación entre raza y nación, como en la India o mejor todavía en la China, en que el elemento de las razas extrañas se ha mantenido en la periferia ejerciendo apenas la hegemonía política o económica. En esos países racismo es nacionalismo.
En la América andina, en que la raza española ha convivi­do y se ha mezclado con la raza aborigen durante tres siglos, creando el tipo del mestizo, que constituye la mayoría de la po­blación, y del criollo, que por influencia del ambiente es mestizo por ósmosis, la aplicación del racismo no es la afirmación de la nacionalidad, sino su desintegración o ruptura. La conquis­ta no fué un hecho político, como cree Mariátegui; la conquista fué sobre todo un hecho biológico. No cabe ya moralizar sobre él, sino partir de él. El Perú de hoy, el Perú real, no puede ser comparado ni con la China ni con la India. De la civilización primitiva se pueden respetar el Esthetos y cierto Teknos, pero sería monstruoso e imposible intentar revivir el Logos y el Ethos y sacrificar a ese sueño parte de la población que, por herencia biológica y espiritual, pertenece a la civilización cristia­na. El nacionalismo racial lleva a la barbarie. Sus gestos sim­bólicos en América serían sacar la piedra sacrifical del museo de México y ponerla de nuevo, anhelosa de víctimas, en lo alto del Teocali; o tomar los huacos de los museos peruanos y, re­partiéndolos en el territorio, revivir los adoratorios fetichistas: renegar de la liturgia, que es ascensión por la materia al espí­ritu, para volver a la magia, que es inmersión del espíritu en la materia.

No insistamos en el pavoroso cuadro: el comunismo perua­no no tiene en esto la aprobación de la Internacional. Parece que en Moscú no han perdido del todo el sentido de la reali­dad. Leemos en el Nº 16 de La Correspondencia Internacional (15 de abril de 1929, número dedicado especialmente a la Amé­rica Latina): “La consigna propagada por la organización nacio­nalista pequeña burguesa A.P.R.A.: América Latina para los in­dios es una utopía irrealizable. El desenvolvimiento histó­rico, económico y social de América Latina ha creado una situa­ción de hecho: millones de negros, de blancos, de emigrados, de mestizos y de mulatos viven y trabajan en América Latina. Pensar expulsarlos para reservar la América Latina únicamente para los indios, guardando la pureza de su raza y restableciendo sus costumbres, su lenguaje y sus organizaciones sociales en tribus, etc., es querer remontar el curso de la historia y puramente utópico”.

Contemplando el problema indígena en su doble aspecto económico y nacional, cabe decir, sintetizando, que pueden reducirse a tres los puntos de vista y las soluciones: la tesis im­perialista, la antítesis indigenista y lo que podríamos llamar la síntesis verdaderamente nacional de la tradición histórica. Para la teoría imperialista, el indígena constituye la infraestructura del organismo nacional.

Las teorías biológicas modernas, imbuidas en el concepto de la superioridad de ciertas razas, vinieron a acentuar la concepción imperialista. Para ella la nación es sólo el elemento blanco y el elemento mestizo. El elemento indígena está destinado a ser absorbido o a desaparecer. La tesis imperialista ha tenido más adherentes de lo que se supone. Pocos tenían la franqueza de enunciarla; pero ella gravitaba en la subconsciencia de una inmensa mayoría, inspirando diversos hechos legislativos, políti­cos o sociales. Frente a la tesis imperialista, que excluye del alma de la nacionalidad al indígena, aparece la tesis indigenista radical, o sea la antítesis: el indio es el país.

Apartada igualmente de la concepción imperialista, del feu­dalismo colonial y del biologismo moderno, y de la tesis indi­genista, inspirada por la estrategia revolucionaria, surge la vieja concepción que encarnó la vida de Las Casas y el pensamien­to de Vitoria. Esta concepción es ética por la inspiración y rea­lista por las aplicaciones. La tesis imperialista tiene una ins­piración económica; la tesis indigenista, una finalidad demagógi­ca y política la síntesis cristiana, surgió sin representar intere­ses o pasiones. Fué la generosa aplicación al descubrimiento de América de los principios del Derecho Eterno, de la Philosophia Perennis. Esa doctrina proclamó con Vitoria el derecho de las razas aborígenes no sólo a la propiedad y a la libertad, sino a la soberanía política. Y luego de establecido el dominio español, con Montesinos y Las Casas mantuvo para los indios el carácter de libres vasallos de las monarquía y se opuso al establecimiento de las encomiendas y del trabajo forzado y defendió a las comunidades. Esta concepción puso en la colonización es­pañola la nota ética que la diferencia de las otras colonizacio­nes. En tanto que Inglaterra en el siglo XVII y otros países en el siglo XIX siguieron sin vacilaciones una línea económica que los llevó a la extinción del elemento aborigen, España sintió el deber y la misión de protegerlo legislando sobre él. El primer intento de esa legislación produjo la formidable crisis que casi destruye el imperio colonial: las guerras civiles, conflicto entre los intereses de los conquistadores y el ideal de justicia inspi­rado a la corona por la escuela dominicana. El materia­lismo histórico podrá explicar el primer elemento, pero jamás el segundo. La concepción cristiano-nacional se mantiene viva en los continuadores de Las Casas, de Vitoria y Soto: en el padre Agia, tan citado por Solórzano Pereyra, en el padre Avendaño, autor de Thesaurus Indicus, condenador de la esclavitud, y lle­ga hasta Villalba, el precursor, el gran enemigo de la mi­ta. Filosofía de lucha en la conquista, filosofía vencedora en la legislación tutelar, filosofía aplicada en la obra misionaria, lle­ga hasta nosotros como una gran fuerza viva y de perenne ju­ventud de la tradición colonial. A esos títulos de vitalidad his­tórica habría que agregar las cualidades que le señalaría, en comparación con las soluciones contrarias, un análisis imparcial. Es lógica en su inspiración ética porque sólo sobre la igualdad moral y espiritual se pueden basar los derechos políticos y las reformas económicas. El socialismo, al relegar como un mito la unidad espiritual de la humanidad, no tiene base para estable­cer la igualdad política y la igualdad económica. Como el hu­manitarismo de la escuela utilitaria inglesa, el humanitarismo marxista es una flagrante contradicción. De la concepción ma­terialista de la vida, el único que ha sacado las consecuencias lógicas ha sido Nietzsche, el niño terrible de la filosofía. In­dividualismo y socialismo se han decorado de un ideal cristiano despojándolo de su fuente misma.

La concepción católica es más completa porque contempla en el problema no sólo el aspecto económico, sino también el pedagógico y el técnico. No es dogmática y unilateral, sino rea­lista y flexible. Por último, no desintegra la nacionalidad, sino que la salva. Lo que necesita hoy es ser aplicada con un crite­rio moderno y frente a los datos concretos y actuales, sin la perturbadora visión de privilegios que mantener o deposiciones que alcanzar.

Bien sé que aunque ella representa la razón y el sentido de lo posible, no es la que está más cerca de nuestra realidad. Es la historia universal y principalmente nuestra historia, el trá­gico diálogo del interés y de la pasión. La razón, desoída antes del conflicto, sólo es llamada tardíamente para salvar pobres despojos entre la destrucción y las ruinas.

No desconocemos que la historia contemporánea está domi­nada por las formas del materialismo: capitalismo y socialismo. Si desapareciera la civilización occidental en este duelo terri­ble, al cristianismo le correspondería, como dice Berdiaeff, una misión parecida a la que le cupo después de la invasión de los bárbaros. Por eso en definitiva y a la larga el porvenir es del cristianismo. De esto tuvo una visión profética Chateau­briand, cuando decía, en Memorias de Ultratumba, que estando para escribir El Genio del Cristianismo lo había compuesto de diferente modo: “En lugar de recordar los beneficios de las ins­tituciones de nuestra religión en el pasado, yo haría ver que el cristianismo es el pensamiento del porvenir y de la libertad hu­mana y que este pensamiento redentor es el solo fundamento de la igualdad social. .. El cristianismo actúa con lentitud por­que actúa por doquiera. No se adhiere a la reforma de una so­ciedad en sus oraciones más comunes, en sus votos cotidianos, cuando dice a la multitud: roguemos por todo el que sufre so­bre la tierra. El Verbo no se encarnó en el hombre del pla­cer, sino en el hombre del dolor, con el fin de la liberación de todos, de una fraternidad universal y de una salvación in­mensa”.


Etiquetas: , ,

LA REALIDAD NACIONAL - EL PROBLEMA DEL INDIO

CAPÍTULO II
EL PROBLEMA DEL INDIO

EL MÉRITO PRINCIPAL DE LOS Ensayos de Interpretación de la Realidad Peruana es haber dado el primer lugar en la sociolo­gía nacional, al problema del indio, y el haber afirmado que su nuevo planteamiento supone el problema de la tierra. Sorprenderá seguramente mi aserto a los que, ignorando mis opiniones, vertidas desde hace veinte años en artículos, discur­sos y conferencias, tomen a lo serio la gratuita afirmación de Mariátegui, de estar yo vinculado por educación y temperamento a la casta feudal del Perú.

Permita el lector esta disgresión de orden personal, en gra­cia al derecho de legítima defensa. El autor, que ignora el me­dio y centros de mi primera formación y que no me ha tratado íntimamente, no tenía derecho a dogmatizar sobre mi educación y temperamento. Tenía, sí, para conocer mis tendencias, el do­cumento vivo de mis declaraciones. Voy a referirme a ellas rá­pidamente.
Cuando el Centro Universitario inició la discusión, en 1908, del problema indígena, frente al criterio biologista y anti-indi­genista, sostuve con todo calor la siguiente tesis: “La cuestión social del Perú es la cuestión indígena; ningún pueblo puede re­nunciar a su destino y el del Perú es resolverla, cualesquiera que sean los obstáculos y los sacrificios que haya que hacer para vencerlos”.

Mi discurso en la apertura universitaria del año 14 fue un ­ataque a fondo a las posiciones del feudalismo y del gamonalis­mo en el Perú, al proponer la supresión de la base provincial del sufragio, que nos había dado feudos electorales como los bur­gos de bolsillo de la Inglaterra anterior a 1832. La idea cen­tral de ese discurso era sustituir, mediante la implantación del escrutinio departamental, la influencia de los gamonales, por la democracia de la burguesía y de los obreros de los centros poblados.

En 1915, en mi conferencia dada en el teatro Municipal de Arequipa, reiteré la idea de que el aspecto típico del problema social del Perú es el indígena, “que entrañaba la existencia mis­ma de la nacionalidad”. Probé, en forma parecida a la que ha empleado Mariátegui, que la república había agravado el pro­blema por la absorción de las comunidades y el mantenimiento del enganche, agregando un aspecto que él apenas ha tratado en una nota: el del impuesto del alcohol que yo llamé desde entonces el sustitutivo del tributo. “Vive entre nosotros - dije en esa época - el régimen feudal; un feudalismo sin religión, sin poesía y sin gloria”. Proponía la medida inmediata de la li­mitación de la producción del alcohol y la creación de una le­gislación tutelar.

Mis ensayos sobre “La realidad nacional”, publicados en el diario El Perú, en 1917, respiran una honda preocupación indigenista. Entresaquemos algunas citas: “Es inaceptable y simplista la conclusión de los etnólogos que han dogmatizado tanto so­bre inferioridad racial de la raza aborigen... El criterio para apreciar el valor de una raza es el de su aptitud para dominar su medio. No puede imaginarse una raza más adecuada a las ba­ses económicas del ambiente en que vive... Su psicología, tan refractaria al régimen individual y tan propicia y fecunda en los trabajos colectivos... La república, viviendo a espaldas de la población indígena, la ha convertido en fauna humana”.

Para juzgar nuestra ideología política tenía una piedra de to­que: la cuestión indígena. Así critiqué la obra civilista del 86 por la constitución “de los congresos con los elementos extraídos del caciquismo o feudalismo provincialista; por la contribu­ción personal que no era sino la degradante resurrección del tri­buto y por el impuesto al alcohol en lugar del monopolio que limitara su consumo”. Al analizar el ideario del radicalismo, la­menté que se limitara a la recuperación de los terrenos de las comunidades sin exigir además su reforma y una legislación es­pecial. Idéntica crítica hice de la declaración del partido demó­crata, a pesar de mi simpatía por ella.

En época en que la plutocracia costeña, productora del al­cohol, era omnipotente en el Perú y no se la podía atacar impu­nemente como hoy, no vacilé, en ensayo especial publicado en El Comercio, en 1917, en probar con acopio de datos estadísti­cos, mi tesis del año 15 sobre que el impuesto al alcohol era el sucedáneo del tributo, proponiendo la prohibición de la interna­ción del alcohol en la sierra y su industrialización, en unos ca­sos, o el cambio de cultivo en otros. Por último, en el trabajo a que se refiere Mariátegui, el cargo más grave que hice a la Universidad fue el de no haber estudiado la comunidad, cuestión central en el problema indígena, que “simbolizaba la personalidad histórica y la personalidad ética del Perú”.

Como ve el lector, mi posición ideológica ha sido perfecta­mente definida. Sin llegar al planteamiento radical e integral de la cuestión agraria, para la cual nos faltaban entonces y aún nos faltan hoy serias investigaciones, ocupé dentro de la ideo­logía demolibera1, común en esa época, un puesto de avanzado reformismo o intervencionismo, es decir, lo contrario a toda oli­garquía y feudalismo.

En la formación y expresión de mi pensamiento no puedo atribuirme el mérito de haber tenido que contrarrestar mi me­dio hereditario, mi educación u otras influencias posteriores. Al contrario, todos estos factores contribuyeron a él. Arequipa, ciu­dad en que nací y recibí mi primera educación, no es, como Tru­jillo o Lima, una ciudad señorial, sino tierra de medianos hidal­gos, cristianos viejos de exiguo solar y escasa hacienda, peque­ños propietarios en la campiña o en los valles, obligados a tra­bajar sus propios fundos o dedicados al comercio o al transporte: industrias de clase media. Hice mi instrucción primaria y media en el Seminario que fundó el celo apostólico del padre Duhamel. En sus clases reinaba un ambiente de cristiana democra­cia. En los claustros universitarios los maestros que más influ­yeron en mí fueron: Villarán, un realista, y Maúrtua, ade­más mi jefe en las cuestiones de límites, a quien Mariátegui con justicia reconoce un criterio reformista. Me liberté bien pronto del positivismo y del biologismo imperantes. Mi profunda heren­cia cristiana me hizo ver en Nietzsche el teórico del aristocratis­mo vital, tan leído en ese tiempo, un formidable poeta y un creador de paradojas, pero no un director espiritual. La reac­ción idealista de Boutroux y de Bergson, por mi encuentro con PascaL, me orientó hacia el espiritualismo ético y no al vitalismo estético, en el que se quedaron otros. En mi cátedra de filoso­fía expliqué, sobre los textos, a Pasca1, Spinoza y a Kant, tratan­do de conciliar el primero y el último en un cristianismo inde­pendiente, que es la base metafísica del reformismo liberal. Pa­ra los problemas nacionales, ansioso de un criterio realista y no encontrándolo en el radicalismo retórico y jacobino, ni en el po­sitivismo universitario, cientificista y libresco, busqué la inspira­ción de los grandes maestros: Bolívar, Sarmiento, ALberdi. Los Dis­cursos y las Cartas, el Facundo y Las Bases fueron mis libros preferidos. Convencido de que los pueblos europeos de com­plicada estructura capitalista e industrial no guardaban analogía con el nuestro, y que sí la tenía España, me sustenté largamente con el olvidado Macías Picavea y el formidable Costa. El problema nacional, Oligarquía y caciquismo, Política hidráulica, Europeización de España fueron leídos ávidamente por mí. Respecto de política europea, me seducía el audaz reformismo de Lloyd George. ¡Buenos maestros de feudalismo Costa y Lloyd Geor­ge! Me separaron siempre del socialismo ortodoxo, no obstante el bello ideal de la supresión del salariado, su metafísica ma­terialista y anticristiana, su sociología antirrealista, fundada en el milagro de las transformaciones súbitas, y su psicología he­cha de complejos de envidia y de odio, forjadora de rebeldes candidatos a dominadores.

Todos hemos evolucionado en la época presente, decisiva y dramática. Los jacobinos, por lógica en la utopía, se han hecho socialistas. Larga residencia en países protestantes me llevó del cristianismo independiente al catolicismo y, de un modo parale­lo y lógico, de la democracia liberal a la democracia gremial, funcional o corporativa. Creo tener hoy una visión más humana y más simpática del problema social que la de mi antiguo re­formismo. Se dirá que esto es medioevalismo y colonialismo. Es fácil jugar con los vocablos; pero hacerlo sería faltar a todo principio de honradez mental. El medioevo es el feudo; pero lo son también la corporación y el gremio; la colonia es el enco­mendero; pero es también la obra misionaria. La corporación, la unión de los hombres de una misma actividad económica es, después de la familia, la más natural de las asociaciones huma­nas; indestructible como ella. No hay que basar la sociedad política ni en el individuo ni en la masa, extremos que se tocan (Rousseau y Marx se entienden), sino en la familia, en el gre­mio. Sin los gremios no habría habido control para el feudalis­mo. La utopía de Rousseau nos dio, bajo el estado liberal, el dominio de una casta industrial. Las corporaciones reviven en las trade-unions y en muchos sindicatos del siglo XIX que han sido la gran fuerza controladora. La ilusión de Marx nos dará, en rea­lidad, el dominio de una casta de demagogos. Para prevenirla o para libertarse de esta dominación no hay otro remedio que el corporatismo. Lo que quedará de la revolución rusa no será la dictadura del proletariado con su fachada de soviets, co­mo la plutocracia tuvo la fachada del parlamentarismo, sino la pequeña propiedad y las cooperativas que nunca estuvieron en el programa del marxismo ortodoxo, así como lo que quedará del fascismo no será el ideal nacionalista y la estatolatría, sino la organización sindical que se hará más flexible y más libre.

Necesaria era esta apología que ha resultado también una confessio fidei. Es tiempo de cerrarla y de volver con sereni­dad filosófica a la Interpretación de la realidad peruana.

El capítulo sobre el “Nuevo planteamiento del problema del indio” contiene una sustanciosa revista de los distintos­ criterios anteriores al económico respecto del problema indíge­na. Son fundadas sus conclusiones sobre la ineficacia de una política simplemente gubernativa, la inferioridad de la repúbli­ca respecto de la colonia en este punto, lo arbitrario de los car­gos de los biólogos y lo ingenuo de las esperanzas de un cruce migratorio. No da valor a la prédica humanitaria y se lo niega, absolutamente, en el momento actual, al criterio religioso re­conociendo que él se situó hace siglos, con mayor energía, o por lo menos con mayor autoridad. Es evidente que el huma­nitarismo sin una base religiosa crea una ética sentimentalista y verbalista; generosa pero deficiente. Por desgracia la ética mo­derna, fuera del catolicismo, es sólo eso. No comprendemos có­mo el autor, reconociendo más posibilidades de éxito en la pré­dica religiosa, descarta dogmáticamente su actualidad conside­rando la “solución eclesiástica como la más rezagada y antihis­tórica de todas”. Sus dos argumentos: la menor capacidad espi­ritual e intelectual de la Iglesia hoy, y el papel atribuido a los misioneros por un distinguido escritor católico de mediadores entre el indio y el gamonal, no son convincentes. El primero está desmentido por el vigor del renacimiento católico moderno, institucional e intelectual, y por la política nacionalista respecto de las razas inferiores que sigue, hoy más que nunca, la Iglesia romana. El segundo no es tampoco pertinente. En el momento actual de incoherencia y de falta de una legislación indígena, tal vez los misioneros no podrán hacer otro papel que el de me­diadores; pero la verdadera solución religiosa supondría una le­gislación inspirada en ella, nuevas estructuras eclesiásticas, reemplazo de los curatos por los conventos, convertidos en parroquias y escuelas misionarias; en síntesis, la constitución de una auto­ridad en las misiones, no de simple mediación, sino de franca defensa y protección de los intereses indígenas.

Exagera su desdén el autor por la solución pedagógica del problema. En la pedagogía hay incuestionablemente una cues­tión de ambiente, pero hay también una cuestión técnica. Ambas van indisolublemente unidas. El error de los pedagogistas han sido confiar en la técnica sin crear un ambiente de justicia social para el indio. Sin desconocer en el problema indígena el aspecto técnico o pedagógico creo que las fases principales de él son la religiosa y la económica. Ambas eran contempladas en el programa de una legislación tutelar indígena que pedía yo en 1915. Había que adaptar a las necesidades y técnica moder­na lo que había de mejor en la legislación española “que con­templó con mayor realismo la situación indígena”.

Mariátegui está en lo cierto al afirmar que el fraccionamien­to de los latifundios para crear la pequeña propiedad no es una solución bolchevique o revolucionaria. La solución de la pequeña propiedad no puede aplicarse exclusivamente. En esto el realismo es esencialmente relativista. Para el mestizo o el indio transformado en el ambiente de los grandes centros mineros o agrí­colas y que ha adquirido así la psicología individualista, la solución será la pequeña propiedad; para la masa indígena adherida a las comunidades, la solución será la defensa, vitalización y modernización de éstas. No creo en una solución única reformista como existe una solución única socialista: la nacionalización total de la tierra.





Etiquetas: , ,

EL DEBATE CONSTITUCIONAL - EL PROBLEMA INDÍGENA

EL PROBLEMA INDÍGENA
Sesión del 2 de Setiembre de 1932

El señor BELAUNDE.- El dictamen de mayoría ha consagrado ya le reconocimiento jurídico de las comunidades indígenas y ha aceptado el principio en mi concepto inconcuso sobre la propiedad colectiva, expresando el propósito olvidado en cien años de vida independiente, de dar para el indígena una legislación que reemplazara a la antigua. Si bien es cierto que el dictamen en mayoría contiene esos principios fundamentales, ha omitido dos, que eran esenciales y que completan el imperioso programa del momento actual. La comisión presidida por el doctor Villarán y a la que tuve el honor de pertenecer, respondiendo no sólo a vieja convicción de muchos de sus miembros, sino al ambiente espiritual que se había creado por obra no sólo de escritores de extrema izquierda, como el señor Mariátegui, sino de derecha, o centro, como el que habla, aceptó el principio que no era nuevo en la legislación peruana, ni en los antecedentes de la reforma americana, en virtud del cual el Estado debería procurar dotar de tierras a las comunidades indígenas que carecen de ellas, tomándolas de la propiedad particular en caso necesario. La comisión incluyó también otro principio fundamental, consecuencia lógica del primero: “La Constitución reconoce la autoridad de los funcionarios indígenas elegidos en la forma en que acostumbran las poblaciones campesinas; ejercerán funciones municipales en los “ayllos” y serán amigables componedores en la forma consuetudinaria”. Estoy de acuerdo con la tesis que sostiene que no puede incluirse en la Constitución el articulado detallado que corresponde a la ley; pero al mismo tiempo creo que existe un compromiso moral y en cierto modo un compromiso político de incluir en la Constitución los fundamentos de la legislación indígena que el Perú está obligado a dar.

Estos principios de respeto a las autoridades consuetudinarias, o sea el derecho consuetudinario indígena, y la promesa de que faltando tierras para las comunidades el Estado procurará dárselas expropiándolas aun del dominio particular, no son ninguna novedad que pueda alarmar a los conservadores. En primer término, ese respeto al derecho consuetudinario no supone para el indígena una posición de inferioridad sino al contrario una posición de privilegio. Es una realidad que nuestros indígenas no han sido asimilados por la nacionalidad, y el error de la revolución, fue querer aplicar al indígena aquel concepto de igualitarismo geométrico para el cual no estaba el indígena preparado. No son hombres de derecha, sino de izquierda, los que afirman que la legislación española, y la misma política general de la Colonia respecto de los indígenas ha sido superior a la política general de la República. Ha llegado, pues, el momento en que nosotros debemos rectificar la preterición y el injusto olvido en que se encuentra la raza aborigen, estableciendo las bases de una nueva legislación.
Acepto la tradición en un sentido evolutivo para depurarla y superarla. Así traigo a la Cámara el recuerdo de hermosos precedentes reformistas del siglo 18. Tomar la tierra del Estado para darla al indígena, cuando el indígena no tiene tierras, y no solamente esto, sino expropiar el latifundio inexplotado o el latifundio inconvenientemente explotado, no es una idea socialista de hoy. Hace más de un siglo, en 1798, Fray Antonio de San Miguel, Arzobispo de Michoacán, presentó un informe el Rey de España, acerca de la raza indígena, informe que fue obra de su vicario Abad y Queipo. En él se decía que las tierras del Estado que son baldías y las improductivas de particulares había que darlas a los indígenas. Ya veis que la idea de la expropiación del latifundio es una idea de 1798, y no es una idea radical. Esa idea debe ser consignada en la Constitución del Perú. El gran Humboldt elogia aquel informe de 1798. En el famoso libro sobre “Nueva España”, trascribe el texto completo del famoso documento. Desgraciadamente la reforma se orientó en el sentido de procurar la propiedad individual para el indígena, porque en aquella época dominaba el concepto individualista. Siguiendo esa tendencia las Cortes de Cádiz establecieron la propiedad con carácter individual. Reproduciendo lo ordenado por las Cortes de Cádiz, Bolívar dictó su decreto estableciendo la división de la propiedad de las comunidades. Pero lo principal en este movimiento, no fue la individualización de la propiedad que, como he dicho, fue una desviación; lo principal era defender al indio propietario ya hacerlo propietario con las tierras del Estado o con las tierras del latifundio improductivo. ¿Qué excusa tendría la Constituyente de 1932 si no toma en cuenta un movimiento a tono con el sentimiento de justicia social que hoy reina en el mundo y que tiene tan hermoso precedente en lo que podemos llamar el reformismo autóctono de América? Yo, hombre de derecha en moral y en religión, siento orgullo de traer ese precedente a la Cámara y decirle a esta Asamblea, principalmente izquierdista: señores de derecha e izquierda, hagamos una Constitución justiciera y declaremos que el Estado dará tierras suficientes a los indígenas que no las tengan, tomándolas de los latifundios o de las tierras del Estado. (Aplausos). En esto no me aparta un punto del magnífico código social del Instituto de Estudios Sociales que presidió el Cardenal Mercier en Bélgica, porque acepta la expropiación de las tierras improductivas, con indemnización. Y aquí me separo del señor Feijóo Reyna. Creo que es necesario establecer el principio de la indemnización; porque sólo dentro del concepto de que toda propiedad pertenece al Estado no cabe la indemnización; pero yo no creo que toda propiedad pertenece al Estado, pues acepto el principio de la propiedad particular con el control de normas jurídicas para castigar los abusos de este derecho. De acuerdo con aquel mismo Código Social y con nuestra tradición jurídica, podemos aceptar el artículo que formuló el ante-proyecto, tan injustamente desdeñado por la comisión de Constitución.
La adición se impone. No es posible que dejemos a una legislación que puede o no darse, el principio aquel que representa una promesa que el Estado debe hacer y que representa, la parte social del programa indígena; porque al indígena hay que defenderlo cuando es propietario, y cuando no es propietario, hacerlo propietario. (Aplausos).

El otro punto, señor, a que se refiere la adición que presento con el señor Vara Cadillo, es el relativo al respeto del derecho consuetudinario. Nosotros tenemos que rectificar el criterio geométrico, el criterio de absurda simetría artificial que ha inspirado nuestra legislación. No es desdeñar al indígena aceptar la situación especial en que el indígena se encuentra. Al contrario, aceptar esa situación realista para proteger al indio y defenderlo, imponiendo al Estado especiales obligaciones y aún limitando el ejercicio de ciertos derechos que en el indígena serían un mero convencionalismo, no es colocar al indio en condición de inferioridad desde que la ley le da los elementos para que hallándose en capacidad y en la condición de los demás ciudadanos ejerza los mismos derechos. Es algo muy curioso, nos preocupamos sólo de darle al indígena un voto cuando el indígena no necesita voto: lo que el indígena necesita es cultura y pan. Ahora bien, si estamos de acuerdo en que no es ofensivo para el indígena aceptar esta situación especial en que se encuentra; si estamos de acuerdo en que poco a poco aquellas instituciones consuetudinarias deben evolucionar hasta armonizar con las demás instituciones del país, si estamos de acuerdo en que la legislación debe colocar al indio en pie de igualdad con los demás, o mejor diré, darle un privilegio hasta que obtenga ese pie de igualdad, no encuentro inconveniente para que se diga que aceptamos la personería de las comunidades indígenas y que la Constitución reconoce la autoridad de los funcionarios indígenas elegidos en la forma en que acostumbran las poblaciones campesinas y agreguemos que ejercerán funciones municipales en los ayllus y serán amigables componedores en forma consuetudinaria. La situación de la raza indígena exige que se mantengan aquellas autoridades porque esas autoridades los conocen mejor y los tratan mejor.
El problema indígena representa dos aspectos más que yo no puedo dejar de tocar en la Cámara: la lucha contra el alcoholismo y la formación de escuelas especiales. La lucha contra el alcoholismo entraña salvar la salud y el vigor de la raza indígena. Me decía el señor Campusano, un boliviano ilustre cuando era yo Encargado de Negocios en La Paz: quizá fuimos derrotados en la guerra del 79 como una especie de sanción inmanente porque el Perú y Bolivia no trataron de asimilar definitivamente la raza aborigen a la nacionalidad peruana y a la nacionalidad boliviana. Si aquella asimilación se hubiera realizado, habríamos tenido recursos inagotables. El concurso de la raza aborigen nos permitió la resistencia heroica de 4 años, pero quizás si hubiéramos asimilado aquella raza no sólo habríamos tenido esa resistencia heroica sino que habríamos obtenido la victoria definitiva. (Aplausos prolongados).
El alcohol envenena al indígena. En un estudio que publiqué el año diecisiete, probé que el Estado le sacaba al indígena en razón del impuesto al alcohol la misma suma que le había sacado proporcionalmente la Colonia por el tributo. Quiero decir, que el Estado republicano había revivido el tributo en una forma hipócrita. Hubo una época en que la quinta o la sexta parte del presupuesto nacional, estaba representado por el producto de los alcoholes que pagaban principalmente los aborígenes. Una quinta o una sexta parte del presupuesto colonial, estaba representado por el tributo de los indígenas.

Este problemas, señor, tiene que estudiarse y tiene que resolverse. Los grandes ferrocarriles que se construyeron y que han determinado el progreso de la región del Centro y de la región del Sur, tuvieron el inconveniente de hacer posible la conducción del alcohol de caña de la costa y facilitar que el indio consumiera el alcohol de caña en lugar de consumir su tradicional chicha. (Aplausos prolongados). Esto exige una reforma, quizá heroica. Castilla dio un paso radical cuando prescindió de los dos o tres millones que daba el tributo en 1854. Es verdad que tuvimos en esa época la compensación providencial del guano; alguna otra compensación providencial podemos obtener en esta época recaudando mejor las rentas públicas. Hay que ir franca y decididamente al monopolio del alcohol, para que éste se emplee en fines industriales e impidiendo el consumo del alcohol por la raza aborigen…
El señor FREIRE (por lo bajo).- Suprimamos las fiestas religiosas…
El señor BELAUNDE (continuando).- Si estas fiestas religiosas son causa de trastornos, en buena hora que se supriman; por eso es conveniente que el Estado esté unido a la Iglesia.

El otro punto fundamental es el relativo a las nuevas escuelas indígenas; y como esas escuelas deben tener un carácter religioso, mi empeño es establecer la mejor armonía entre la Iglesia y el Estado, para transformar las antiguas parroquias individuales en las parroquias conventuales que sean a la vez escuelas. El párroco individual, en medio de las inclemencias de la sierra, no está en aptitud moral para conservar su celo religioso, ni está en aptitud física para atender suficientemente a la cultura religiosa y a la instrucción de los feligreses. La idea es establecer parroquias escuelas, para dar a los indígenas la instrucción religiosa, y al mismo tiempo la instrucción cívica y la instrucción general, reviviendo la obra de los primeros misioneros, de la que ha dicho Vasconcelos que no sólo no ha sido superada, ni igualada siquiera. (Aplausos). Me refiero a estos dos puntos, pero creo indispensable agregar además otro concepto de la ponencia del señor Vara Cadillo que me parece muy apreciable, respecto de que los concejos municipales no intervengan en la administración y recaudación de las rentas de los bienes indígenas. Creo que la comisión en mayoría no tendrá inconveniente en aceptar estos tres puntos que representan el compromiso que nosotros, como hombres modernos, hemos contraído con el país, de darle una legislación que en este caso no sólo esté a tono con las ideas de la época sino que responda a las más hermosas tradiciones reformismo americano. (Aplausos).

Etiquetas: , , , ,